Todo aquello que Cristina Kirchner no puede o no quiere ver en medio de su indignación

Todo aquello que Cristina Kirchner no puede o no quiere ver en medio de su indignación

Durante la audiencia de la causa por el Memorándum con Irán, la Vicepresidenta se limitó a plantear que es víctima de una persecución y apuntó contra los jueces que la procesaron. Por Ernesto Tenembaum.

A fines de la década del 90, la impunidad de los represores de la dictadura militar parecía irreversible, dados los indultos y las leyes que se habían aprobado para terminar con los juicios. En ese contexto tan adverso, a un camarista federal se le ocurrió una idea original. Si no se podía juzgar a nadie, tal vez se pudiera en cambio iniciar procesos donde se indagara acerca de la verdad de lo ocurrido: no habría condenas, pero sí testigos, y narraciones estremecedoras y se podría citar a los sospechosos. El alma de esa idea fue Leopoldo Schiffrin, un juez que ya falleció, y que fue un jurista de gran reconocimiento internacional.

En marzo de 2016, Mauricio Macri se enteró de su existencia, porque la Cámara Federal de La Plata, con un voto redactado por Leopoldo Schiffrin resolvió dejar sin efectos sus primeros aumentos de tarifas. Macri acusó en algún momento a Schiffrin de ser parte de Justicia Legítima. La información no era buena. Ninguno de esos jueces eran kirchneristas, como no lo son las fiscales y juezas del fuero comercial que dispusieron la quiebra del Correo Argentino. Schiffrin debió exiliarse durante la dictadura militar. Había sido la mano derecha de Esteban Righi en el Ministerio del Interior, cuando Hector Cámpora era Presidente. No tenía nada que ver con la “prensa hegemónica”, ni con el lawfare, ni con los fondos buitres.

Sin embargo, en septiembre del 2015 publicó una nota en la revista La Ley donde criticaba la decisión de archivar la denuncia por encubrimiento realizada por el ya fallecido Alberto Nisman contra Cristina Fernandez de Kirchner. La nota de Schiffrin argumentaba que la causa no debía cerrarse con al argumento de que el encubrimiento no se había llevado a cabo dado que existen delitos en grado de tentativa. Y concluía con una dura advertencia: como el atentado a la AMIA era, según el juez que lo investigó, un delito de lesa humanidad, la causa por presunto encubrimiento podría abrirse en cualquier momento. In memoriam, Alberto Nismann, se podía leer en su bajada.

Muchos otros juristas -Julio Maier, León Arslanián, Eugenio Zaffaroni- pensaban que la denuncia de Nisman era un disparate. Y otros especialistas dudaron. El más destacado de estos últimos, por el cargo al que llegó, fue el presidente Alberto Fernández. Durante los meses en que Schiffrin escribía aquel texto, Fernández sostenía que la firma del memorándum con Irán era un delito. Después, tal vez por un estudio más profundo de los hechos, o por evidentes necesidades políticas, modificó su punto de vista. En cualquier caso, aquel Fernández, el que señalaba la existencia de un delito, seguramente no era un títere de los fondos buitres: de lo contrario no estaría donde está.

La tercera personalidad relevante que sostuvo la existencia de un delito fue el propio Alberto Nismann, antes de morir. Nisman ha sido demonizado por el sector político que lidera Cristina Kirchner luego de aquel pronunciamiento póstumo. Pero antes de eso era quien era, gracias al lugar que le dieron primero Néstor Kirchner y luego Cristina misma.

¿Tenían razón Schiffrin, aquel Fernández, Nisman, o los distintos jueces que procesaron a la ex presidenta, o tantos otros juristas? ¿Tenía razón, en cambio, Daniel Rafecas, Maier, Zaffaroni y este Fernández? Se trata de un debate jurídico y político profundo donde, como sucede en este tipo de situaciones, existen intereses cruzados, opiniones diferentes, y todo tipo de maniobras. Reducir ese debate a la categoría de “disparate jurídico, institucional y político” es una actitud legítima y opinable, como tantas otras: pero ningún debate se cierra porque alguien grite. Así funcionan las democracias. Se debate y, finalmente, si es necesario, la Justicia define con participación de múltiples jueces y fiscales en diversas instancias.

Pero más allá de la causa en sí, que seguramente termine bien para Cristina Kirchner, hay otro tema que atravesó su alegato del viernes. La vicepresidente de la Nación sostiene que ella fue perseguida, que sus enemigos construyeron un fuerte andamiaje judicial para arrinconarla, estigmatizarla y desactivar la potencia de su liderazgo. Analizar ese punto tal vez permita entender algo de la dinámica política argentina y mucho del proceso que atraviesa la mujer que marcó la última década y media de historia local.

Algunos de sus argumentos, cuando sostiene que ha sido perseguida, son evidentemente sólidos: la proliferación de causas en su contra, la cobertura insistente, repetitiva y acrítica de influyentes medios de comunicación sobre el desarrollo de cada detalle y, sobre todo, la vergonzosa detención de algunos de sus colaboradores sin que mediara una condena previa. Quienes consideran que la gestión de Mauricio Macri ha sido un ejemplo de republicanismo deberían revisar todo lo que ocurrió en ese sentido, alrededor de la figura de una ex presidenta, y líder de la oposición.

Sin embargo, Cristina Kirchner no ve, o dice que no ve, algunos aspectos fundamentales en este proceso. El primero es la magnitud real de lo que ella sufrió. En la historia reciente de la Argentina, Juan Perón estuvo exiliado durante 17 años, Isabel Perón detenida cuatro años y hubo decenas de miles de asesinados y desaparecidos. Desde 1983, un ex presidente, Carlos Menem, fue detenido. Fueron detenidos también Diego Maradona, Ernestina Herrera de Noble, Domingo Cavallo, María Julia Alsogaray, banqueros como Ruben Beraja o los hermanos Rohm. En América Latina, fueron detenidos, o debieron exiliarse, o se suicidaron para no ser detenidos, personajes tan distintos como Keiko Fujimori, Alejandro Toledo, Pedro Pablo Kuczinsky, Rafael Correa, Álvaro Uribe, Sergio Ramirez, Alan García, Luiz Ignazio Lula Da Silva, Evo Morales, Jeaninne Añez, Cristiana Chamorro, y, en estos días, cientos de disidentes en Colombia, en Cuba o en Nicaragua.

Cristina Kirchner debió, y debe, enfrentar causas donde se la investiga. Algunas de ellas serán injustas y otras no. Pero no fue detenida. Pudo entrar y salir del país las veces que quiso. Y, sobre todo, pudo ejercer en total libertad su actividad política. Por eso, fue elegida senadora nacional en el 2017 y vicepresidenta en el 2019. Eso ocurrió, entre otras razones, porque la democracia la protegió y evitó, al no retirarle los fueros, que se cometiera el dislate de detenerla sin condena. Eso se debió, en gran parte, a dirigentes que estaban enfrentados a ella. Y no es un hecho menor, si se tiene que medir la salud del sistema democrático argentino, que ha resistido muchas pruebas, entre ellas el intento demencial de poner presa a una líder política de primer nivel a como fuera.

Lo segundo que no ve, o dice que no ve, es la manera en que ella participó de esa dinámica de la que finalmente fue, al menos parcialmente, víctima. Bastan dos ejemplos. Cuando ella era Presidenta, Mauricio Macri fue procesado en una causa muy débil por supuestas escuchas ilegales, que fue motorizada, y utilizada en campaña, por el aparato del Estado que ella conducía, con gran cobertura de los medios alineados con su Gobierno. Hubo gente detenida durante largos meses, sin condena, en ese proceso. Al mismo tiempo, se organizó un dispositivo bastante tenebroso para demostrar que Ernestina Herrera de Noble, dueña de un diario opositor, le había robado sus hijos a desaparecidos. ¿Qué cosa más terrible se puede decir de una persona que eso? ¿Tiene derecho a reclamar juego limpio alguien que participó de esas cosas?

Una cosa es que Cristina haya sido perseguida. Otra cosa es que ella haya participado en una dinámica de agresiones recíprocas que eran alimentadas, fuertemente, por ella misma. Todos deberían ver las agresiones que emitieron, no solo las que produjeron. De lo contrario, esto no termina nunca. Cristina Kirchner, evidentemente, sigue encerrada en ese laberinto.

El tercer elemento que ella no ve, o dice que no ve, es que frente a este tipo de situaciones se puede reaccionar de distinta manera. José Pepé Mujica estuvo detenido durante años, fue salvajemente torturado, y, sin embargo, muy pocas veces ha hecho de ese martirio, que fue real, el centro de su planteo político. “Hay facturas que no tiene sentido presentar, porque nunca se cobran”, ha dicho. Eso, tal vez, le dio mucha más eficiencia en su militancia, porque hacía evidente su grandeza. Y, además, de esa manera, Mujica evitaba trasladar su propio rencor hacia las nuevas generaciones que lo admiraban. Son estilos. En un caso, se desactiva, por medio del ejemplo, el círculo de agresiones. En el otro, se lo fortalece.

Muchas veces, los dirigentes son sometidos al enorme desafío de privilegiar a las sociedades que conducen, antes que a sus propios dolores. No debe ser sencillo. Sobre todo cuando sus enemigos -entre ellos muchos colegas- siguen atrapados en la misma patología del rencor y la exageración: las agresiones, como siempre, no llegan de un solo lado.

Y, finalmente, en toda su alocución, falta una respuesta a una pregunta clave que Cristina le debe a muchos familiares de las víctimas de la AMIA. ¿Qué fue ese memorándum? ¿Por qué lo firmó? ¿Fue un acto de torpeza, de ingenuidad, de encubrimiento, de giro geopolítico? ¿Qué quiso hacer? Porque, más allá de que sea o no materia judiciable, eso no se entiende -no se entiende nada- y queda oculto detrás del relato lacrimógeno de la persecución. Una líder, tal vez, debería aclararlo. Porque se trató de una maniobra muy extraña, alrededor del peor atentado de la historia argentina, donde hubo decenas de personas que murieron.

Es la pregunta que Cristina no quiere, no sabe o no puede responder.

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