Los planes de un Presidente sin plan

Los planes de un Presidente sin plan

Con los nuevos gabinetes paralelos de Santiago Cafiero, Alberto Fernández trata de relanzar la gestión hacia un clima posdeuda y poscuarentena.

Poco antes del cierre del acuerdo con los acreedores de la deuda argentina, Alberto Fernández lanzó una de sus frases que hacen mucho ruido y pocas nueces: en una entrevista con la prensa financiera global, el Presidente aseguró que no creía demasiado en la utilidad de los planes de gobierno. No se sabe si su declaración fue una táctica pensada para provocar o si solo fue un blooper más de un mandatario demasiado expuesto a los medios. Lo cierto es que, a partir de esta semana, la comunicación oficial intentará deshacer la mala sensación que causó la falta de un plan confesada por el Presidente.

Con la coordinación de Santiago Cafiero y Cecilia Todesca, se lanza a partir de hoy un plan de “gabinetes temáticos”, que se reunirán todas las mañanas, de lunes a viernes, para tratar con más foco y de modo interdisciplinario, cinco áreas clave del tablero de control de la Argentina. La idea es desagregar el Gabinete nacional en 5 gabinetes paralelos, que cubran desde el comercio exterior hasta la planificiación urbana, pasando por la educación y el transporte, entre otros temas. Este nuevo mecanismo complementa, o acaso reemplaza, al anuncio reciente de un paquete de “60 medidas” que el Gobierno supuestamente pondrá en marcha a la brevedad. En ambos casos, se trata de revertir aquella audaz declaración presidencial sobre la falta de un plan.

En el kirchnerismo, se justifica el aparente desdén albertista por los planes como un mero gesto de ocultar sus cartas para prevenir los palos en la rueda que el establishment local e internacional inserta prematuramente en la opinión pública. Ponen como ejemplo la marcha atrás en el caso Vicentín, e incluso la demora del proyecto de un nuevo impuesto de emergencia a los más ricos, y hasta la reforma judicial, que ya se topó con la resistencia opositora en el Congreso, los tribunales y los medios.

Una curiosidad lingüística en torno a esta cuestión es que la palabra “plan” quedó asociada, en el historial de la gestión K, al asistencialismo: se entiende por “plan social” a la ayuda estatal que para muchos no es más que un oneroso parche del clientelismo proselitista. De esa visión, nació el apelativo muy peyorativo de “planero”, uno de los insultos más frecuentes en la nube semántica de la grieta. Hoy más que nunca, la batalla cultural se juega en cada palabra.

Puede ser que tener un plan no sea la garantía de éxito para llevar al país a buen puerto, pero parece que admitir no tenerlo tampoco ayuda. La sospecha que despierta un Presidente sin plan es, en el mejor de los casos, que el escenario de crisis lo desconcierta. Y en el peor de los casos, da miedo que en realidad el plan exista pero que sea inconfesable en público, por su incorrección política, se trate de calcular cómo ganar las próximas elecciones o cómo liberar al clan Kirchner de culpa y cargo. Ante esa desconfianza colectiva, muy riesgosa en tiempos de pandemia y recesión, el Gobierno opta por volver a la vieja costumbre de mostrar que sí hay un plan.

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