“Al pelado hay que pisarlo”

“Al pelado hay que pisarlo”

Alberto debió salir en socorro de Kicillof por la revuelta policial. De paso embistió contra Rodríguez Larreta. Negocio político redondo para Cristina.

 

Hubo señales abundantes de la ruptura que se avecinaba en la política. Quizás ingenuamente se pensó que la tragedia de la pandemia la demoraría. No hay tragedia que conmueva a Cristina Fernández. La última señal, en reserva, fue dada el martes 1° de septiembre por Máximo Kirchner, el jefe del bloque oficial de Diputados. “Al Pelado hay que pisarlo. Ni un café habría que tomar en la Ciudad. Encima le chupa las medias a Alberto”. Lo dijo en medio de las turbulentas tratativas con Cambiemos por la continuidad de las sesiones en el Congreso. El Pelado es Horacio Rodríguez Larreta. Alberto, el Presidente.

No se trató de un arrebato. Ocho días después, asfixiado por la rebelión policial bonaerense, el Presidente le arrancó al Presupuesto de la Ciudad $ 45 mil millones para solucionar el conflicto. Y fortalecer a un Axel Kicillof devaluado. “Me clavó un puñal por la espalda”, bramó Rodríguez Larreta en su primera reacción, apenas se enteró de la novedad.

Aquel anticipo de Máximo se inscribe en una historia que posee jalones importantes. Definirían el cariz de dependencia que muestra el vínculo entre el Presidente y la vicepresidenta. Hay una cronología. Tuvieron ambos en estos nueve meses tres encuentros clave. En el primero hubo un reclamo de la dama por la pasividad judicial con Mauricio Macri. También por la vigencia de sus propias causas. Se activó de inmediato una investigación por una red de espionaje que habría operado en la época macrista.

En el segundo diálogo Cristina se quejó por la demora de la reforma judicial. Planteó su convicción de avanzar también contra la Corte Suprema. El Presidente resistió esa ofensiva. Pero se terminó rindiendo. En el último encuentro, anterior a aquella frase de Máximo, la vicepresidenta reprochó a Alberto su cercanía con Rodríguez Larreta, que sólo tuvo de ancla la administración de la pandemia. Desde ese instante, el mandatario inició un distanciamiento.

El conflicto en la cima del poder no resulta nuevo. No se desenvuelve, como antes, entre bambalinas. Esa relación marca una anomalía que inevitablemente derrama en el Estado, en las instituciones, en el sistema político y la opinión pública. Tal vez la rebelión policial represente solo un emergente de un desencanto social extendido. Espoleado por la pandemia y la cuarentena.

El centralismo porteño, del cual ha vivido políticamente Alberto y descubre a los sesenta años, obra ahora como telón que oculta otras situaciones preocupantes. Suceden infinidad de cosas en el interior que alertan sobre cierto desmembramiento colectivo. En Santa Fe, el gobernador Omar Perotti resolvió endurecer la cuarentena por el fuerte avance del coronavirus. En dos horas tuvo en el centro de Rosario una masiva marcha de trabajadores y comerciantes bajo una consigna: “Que se vayan todos, que no quede uno sólo”. Referencia a la clase dirigente, rémora de la crisis del 2001. Perotti debió aflojar algunas medidas. En Venado Tuerto se replicó la misma escena. Aquel cántico tronó calles de Tucumán y Río Negro no bien se reimpusieron restricciones.

Los incidentes en muchos límites provinciales se continúan produciendo. Sin que las fuerzas policiales alcancen a frenarlos. Ocurrió en la división entre Córdoba y San Luis con un grupo de camioneros. Ocurre con la misma provincia y La Pampa. Se repite en Neuquén con Mendoza y Río Negro. En Chaco con Corrientes.

Puede avizorarse cierta dilución de lazos sociales. Un sálvese quien pueda. Un divorcio con los gobiernos y las fuerzas de seguridad. También con la Justicia. Se registraron, a propósito, dos casos ilustrativos. La rebelión policial de Buenos Aires no ha sido la primera ni la más seria. En 2013, cuando también mandaba Cristina, el descontento se desmadró en 23 provincias. En aquella oportunidad, el entonces gobernador Daniel Scioli debió soportar un piquete policial con armas delante de la sede en La Plata. La semana pasada el reto llegó hasta la residencia de Olivos. Ese salto parece simbólico. Representativo, tal vez, de una escalada en el cuestionamiento a la autoridad.

Otro episodio revelador fue el traslado del empresario K, Lázaro Báez, para el cumplimiento del arresto domiciliario. El Servicio Penitenciario, acostumbrado a tales menesteres, intentó llevarlo hasta una de sus casas en un barrio de Pilar donde los vecinos, hace meses, se habían manifestado en contra. Báez no pudo ingresar ante una resistencia severa y descomedida de la gente. ¿No sabían que eso iba ocurrir? ¿No lo previó la titular del organismo, la cristinista Laura Garrigós?

El problema no fue solo del Servicio Penitenciario. Todo el proceso judicial que concluyó con el beneficio a Báez significó un bochorno. El Tribunal Oral Federal 4 ordenó en principio el arresto domiciliario, en una causa por lavado de dinero, previo pago de una fianza de $ 632 millones. Equivalente a los US$ 5 millones fugados de manera subrepticia de una cuenta del empresario en Suiza. El cálculo se hizo en base a la cotización del dólar blue. La Cámara de Casación rechazó ese monto. Entonces el TOF 4 modificó la cuenta. La ajustó al dólar oficial y se paró en $ 386 millones. De nuevo fue desestimado. El mismo tribunal se avino a concederle el arresto domiciliario con tobillera electrónica. Báez estaba con prisión preventiva desde 2016.

Aquellos comportamientos, institucionales y sociales, no obedecen a una casualidad. Ni constituyen excepción. Resulta casi la consecuencia natural de un sistema invertebrado. Donde las piezas estarían como un rompecabezas sin armar. La mirada habría que fijarla en el Gobierno. El problema no es la tensión permanente entre Alberto y Cristina. Existe un equipo que fue construido de manera horizontal donde ninguno de los ministros tiene libertad de movimiento. Esa ha sido una imposición de la vicepresidenta y del kirchnerismo. Además, una necesidad presidencial para conformar las demandas del heterogéneo Frente de Todos. La gestión resulta muchas veces imposible.

La realidad tampoco permanece congelada. Hay un machacar constante de la vicepresidenta y su tropa contra hombres que designó Alberto. Movimientos sociales, en este caso con el respaldo de la UOCRA, están cuestionando a María Eugenia Bielsa, ministra de Desarrollo Territorial y Hábitat. La ofensiva arreció por la toma de tierras que enfrenta a sectores oficiales. La arquitecta tiene dificultades objetivas para gestionar que nacen del propio poder. Debió esperar cinco meses, por caso, para que autorizaran la designación de un funcionario clave: el encargado de Asuntos Jurídicos del área.

Otras balas están picando cerca del ministro de Educación, Nicolás Trotta. La renuncia de su segunda, Adriana Puiggrós, alineada con el kirchnerismo, fue un llamado de atención. Ahora se añade una supuesta participación pasada del ministro en una sociedad offshore. Aquellas que los K se ocuparon de endilgar al macrismo. Trotta se sostiene de una soga: su resistencia a que Rodríguez Larreta habilite algunas escuelas para los 6.000 alumnos que en la Ciudad carecen de conectividad.

Las objeciones kirchneristas envuelven también al jefe de Gabinete, Santiago Cafiero. A los integrantes del equipo económico. Con excepción de Martín Guzmán. Al canciller Felipe Solá. O a Sabina Frederic, de Seguridad. Al margen de los méritos o no que puedan caberles a esos funcionarios, el Presidente parece consciente de algo: cualquier vacante que genere correría riesgo de no poder cubrirla con gente propia. Cristina está al acecho. La treta de Alberto de adjudicarse muchas designaciones ha perdido valor.

Otros asuntos también. El Presidente se reivindica ─lo hace pese a las evidencias─ como un hombre de diálogo. Pero la decisión de arrebatarle fondos a Rodríguez Larreta indica lo contrario. Se trata del último puente que, debido a la pandemia, tenía tendido con Cambiemos. También juró que llegaba al poder para colocarle un candado a la grieta. Desde hace mucho tiempo sus conductas la ensanchan. Llega al colmo de reponer un debate anacrónico entre bonaerenses y porteños. Con referencias a una Ciudad supuestamente opulenta. Quizá nunca se haya acercado a sus 20 villas miseria. De nuevo, como en otros casos, su planteo remite a un espectador. O a un comentarista. ¿Alguien se imagina a Emanuel Macron perjudicando la belleza y la pujanza de París para favorecer, supuestamente, a los numerosos barrios de inmigrantes de los suburbios?

Alberto también insiste con el federalismo. Pero ha relegado a la mayoría de los gobernadores. Incluidos los peronistas. Dialoga en serio sólo con los predilectos de Cristina. Acaba de modificar con un decreto la Ley de Coparticipación para restarle dinero a la Ciudad. Demasiada distancia entre el relato y los hechos.

Su viraje produjo varios efectos. Permitió a Rodríguez Larreta colocarse como eje de Cambiemos. Con un mensaje preciso y abarcativo del país cuando anunció que recurrirá a la Corte Suprema. Contrastó con el sectarismo K. Daña incluso el sistema de alianzas que posee la coalición oficial. Sergio Massa cerró un acuerdo con Cambiemos para reanudar en Diputados las sesiones. Convino que los temas polémicos, como la reforma judicial, serán de modo presencial. Intentó que el trato se extendiera 60 días. Era una exigencia de Máximo, que estuvo a su lado, de mal humor y con el rostro casi oculto por una bufanda. Finalmente transó por 30 días.

Massa tendrá, luego de la kirchnerización de Alberto, menos espacio en el oficialismo para marcar diferencias. En apenas dos semanas, su horizonte súbitamente ennegreció.

Comentá la nota