Un papa popular ante un gobierno populista

Por Joaquín Morales Solá |

Esto no durará", escuchó Cristina Kirchner que le decía un colaborador suyo, mientras ambos observaban en Roma las multitudes que se movilizaban alrededor del papa Francisco. Ella no respondió. Ambos daban por entendido que el funcionario se refería al fenómeno popular en que se convirtió el nuevo pontífice.

El lugarteniente presidencial percibió la incomodidad de la Presidenta ante un futuro irreversible: deberá convivir en adelante con un hombre más popular que ella dentro de su propio país. Deberá coexistir también con un argentino con prestigio en el mismo mundo que no siente simpatía por la presidenta argentina.

Sin embargo, la razón última de la incomodidad indisimulable del cristinismo es más profunda: intuye que el liderazgo social ha cambiado de mano. Según todas las mediciones de opinión pública, ese liderazgo en la Argentina lo tiene ahora más el papa Francisco que cualquier otro dirigente. La Presidenta puede decir con razón que ella conserva el liderazgo político e institucional del país, pero el liderazgo moral de una amplia mayoría de la sociedad (no sólo de la gente que profesa la religión católica) está en poder del papa Bergoglio.

Dos gestos del Papa permiten inferir que los argentinos no se equivocan y que él no se olvidará de su país. El primero de ellos lo hizo el mismo día en que asumió como nuevo jefe de la Iglesia ante delegaciones de todo el mundo. Antes de ser investido con los símbolos de su poder, y antes incluso de hablarle a la Plaza San Pedro, les habló a los argentinos congregados en la Plaza de Mayo. Eran las ocho de la mañana en Roma y Bergoglio estaba ante el momento más importante de su vida. "No se olviden de su obispo", pidió por teléfono a los porteños que no habían dormido en la Plaza de Mayo.

El otro gesto fue la designación inmediata del arzobispo Mario Poli como sucesor suyo en Buenos Aires. Poli, que será el arzobispo primado del país, será también su mejor representante ante los argentinos con poder o sin él. "El que no ha visto esos gestos es ciego o no sabe ver la política", ha dicho un histórico dirigente peronista.

Es cierto que cuando habla el Papa le está hablando al mundo. Pero es igualmente verdadero que la Argentina está dentro del mundo y que el Papa es argentino. Para decirlo de otro modo, aquí acumuló su experiencia vivencial hasta los 76 años, su conocimiento y aprendizaje del poder terrenal y su comprensión de los conflictos sociales. No se puede, entonces, dejar de leer las palabras del nuevo papa sin asociarlas con las futuras líneas fundamentales de la Iglesia argentina. Palabras que tienen, además, otra resonancia si se las escucha bajo la novedad de aquella mutación en el liderazgo social.

Una de las viejas obsesiones de Francisco, que viene de cuando era arzobispo de Buenos Aires, es la corrupción de los que tienen poder. Sea cual fuere ese poder, incluido el poder de las jerarquías religiosas. "Perdón a los pecadores, pero no a los corruptos", tronó desde la Plaza San Pedro en su primer Angelus. Bergoglio ha distinguido siempre entre el pecado y el delito. Una cosa es el pecado moral y otra cosa es el delito ante las leyes de Dios y de los hombres.

Perdonó como obispo, incluso, un entrevero sentimental de un sacerdote enamorado. El cura y la mujer eran personas adultas. "Es un pecado, no un delito", lo escuché decir por esos días. La corrupción, en cambio, es un delito, pero es también un crimen que afecta la vida de los más desposeídos. ¿Cómo haría Cristina Kirchner, por ejemplo, para "adueñarse" de Francisco si siguiera al lado de Amado Boudou? ¿Cómo, cuando uno de los jueces que juzgan a Boudou es nada menos que Norberto Oyarbide, protegido por el oficialismo y aficionado a una ostentación de riqueza inexplicable para ningún juez? ¿Cuánto insomnio habrá en las noches romanas de muchos cardenales que escucharon que la corrupción no merece el perdón del Papa?

Sería imposible unir en una eventual coincidencia al austero Bergoglio con el ostentoso cristinismo. La contradicción fue fácilmente perceptible en la Plaza San Pedro: un papa con los símbolos estrictos de su pontificado y una presidenta argentina ricamente vestida. Han tenido dos vidas muy distintas. El Papa es, como buen jesuita, frugal e indócil ante el poder. Esa irreverencia les valió a los jesuitas en su larga historias varios y legendarios enfrentamientos con reyes, emperadores y hasta con papas. Tal formación la demostró aquí Bergoglio cuando durante diez años rechazó inclinarse ante el poder kirchnerista. Era la condición que le pedían.

Cristina es, en cambio, una mujer de gustos caros. Se hospedó en el hotel más lujoso de Roma y se atavió con telas y joyas de valor, aunque el avión oficial que la trasladó debió esperarla en Marruecos para no ser embargado por las deudas impagas de su país. ¿Pueden existir dos mundos más distintos que los que caben en esa escueta descripción?

Bergoglio no está inventando nada nuevo en su repertorio cuando les pide a los curas que se vayan a la periferia social. Es lo que les ordenó a los sacerdotes a su cargo en Buenos Aires y logró disminuir hasta la inexistencia la influencia, otrora creciente, de las sectas y de los supuestos pastores mediáticos. La "Iglesia pobre para los pobres" es su idea de una nueva evangelización. Es, según la definición del filósofo Santiago Kovadloff, la diferencia entre la "religión popular" de Bergoglio y la "religión populista". Esta última es la que profesan algunos gobernantes latinoamericanos que han hecho de su "modelo" una religión. Cristina está más cerca de la "religión populista" que de la "religión popular".

Hubo también una imperceptible disidencia sobre el rol de los medios de comunicación. Ya sabemos lo que piensa el cristinismo: los medios son siempre los culpables de los problemas que el Gobierno no resuelve. Al contrario, el papa Francisco reconoció el valor del periodismo en el mundo moderno en su primera homilía ante la Plaza San Pedro: "Esta plaza tiene la dimensión del mundo gracias a los medios de comunicación", dijo. Más tarde, en un discurso ante 6000 periodistas, les pidió a éstos que "contaran la verdad".

Fue un mensaje con dos destinatarios. Los propios periodistas, en primer lugar, a los que les recordó el deber de contar lo que es cierto, aun cuando esa verdad vaya contra sus propios puntos de vista. Los segundos destinatarios fueron los gobernantes, que deberían tolerar la verdad que cuenta el periodismo. Y no hay, cerca al menos, nada más intolerante frente a la verdad del periodismo que el cristinismo gobernante.

Al cristinismo, para peor, le sale todo al revés. Sólo la exclusión de Macri de la comitiva oficial le permitió al líder porteño convertirse en el primer civil que saludó al Papa recién investido. Francisco se ocupó personalmente de que el jefe del gobierno capitalino no fuera relegado, como pretendía Cristina Kirchner. El "despecho continuo", como el arzobispo Poli calificó las calumniosas versiones sobre el Papa durante la dictadura, sólo sirvió para que los argentinos descubrieran al Bergoglio verdadero y escondido. Al sacerdote que ayudó a perseguidos a huir del país durante el régimen militar, al obispo con presencia personal en las villas más pobres y al cardenal tan sobrio y austero como el actual pontífice.

La buena novedad es que el mejor Francisco todavía no se conoce. El Papa no permitiría que su popularidad fuera utilizada para tapar los problemas de la Iglesia, que empujaron la renuncia de Benedicto XVI. Esos problemas inmensos que se explicarían sólo por un Dios dormido, según la metáfora del anterior papa. Francisco sabe que existe corrupción en la curia vaticana, que el Banco Vaticano no debe seguir existiendo entre una impenetrable nube de suspicacias mundiales y que los pecados morales que también constituyen delitos deben terminar para siempre dentro de la Iglesia. Le guste o no al cristinismo, el fenómeno popular de Francisco sólo ha comenzado..

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