Papa Francisco: Tener hijos no puede verse como una decisión irresponsable

Papa Francisco: Tener hijos no puede verse como una decisión irresponsable

Palabras del Papa en la audiencia general

Queridos hermanos y hermanas,

 

después de haber reflexionado sobre las figuras de la madre y del padre, en esta catequesis sobre la familia, quisiera hablar del hijo, o mejor, de los hijos. Parto de una bella imagen de Isaías. Escribe el profeta: “Mira a tu alrededor y observa: todos se han reunido y vienen hacia ti; tus hijos llegan desde lejos y tus hijas son llevadas en brazos. Al ver esto, estarás radiante, palpitará y se ensanchará tu corazón” (60,4-5a). Es una esplendida imagen, una imagen de la felicidad que se realiza en la unión entre padres e hijos, que caminan juntos hacia un futuro de libertad y de paz, después de un largo tiempo de privaciones y de separación, como lo fue en ese tiempo esa historia que estaban lejos de la patria.

En efecto, hay un estrecho vínculo entre la esperanza de un pueblo y la armonía entre las generaciones. Esto debemos pensarlo bien: hay un vínculo estrecho entre la esperanza de un pueblo y la armonía entre las generaciones. La alegría de los hijos hace palpitar los corazones de los padres y reabre el futuro. Los hijos son la alegría de la familia y de la sociedad. No son un problema de biología  reproductiva, ni una de las tantas formas de realizarse. Y mucho menos son una posesión de los padres. No, no. Los hijos son un don, son un regalo, ¿entendido? Los hijos son un don. Cada uno es único, cada uno es irrepetible; y al mismo tiempo inconfundiblemente ligado a sus raíces. Ser hijo e hija, de hecho, según el designio de Dios, significa llevar en sí la memoria y la esperanza de un amor que se ha realizado a sí mismo encendiendo la vida de otro ser humano, original y nuevo. Y para los hijos, cada hijo es él mismo, es diferente, es diverso. Permitidme un recuerdo de familia, yo recuerdo a mi mamá que decía, yo tengo cinco hijos. ¿Cuál es tu preferido? No, yo tengo cinco hijos como cinco dedos: si me pegan en este, me duele; si me pegan en este, me duele también. Me duelen los cinco, todos son míos, pero todos diferentes, como los dedos de una mano.Así es la familia, los hijos, las diferencias entre los hijos, pero todos hijos.

 

A un hijo se le ama porque es hijo: no porque es hermoso, sano, bueno; ¡No, porque es hijo! No porque piensa como yo, o encarna mis deseos. Un hijo es un hijo: una vida engendrada por nosotros destinada a él, a su bien, al bien de la familia, de la sociedad, de la humanidad entera.

 

De aquí viene también la profundidad de la experiencia humana del ser hijo e hija, que nos permite descubrir la dimensión más gratuita del amor, que nunca deja de sorprendernos. Los hijos son amados antes. Cuantas veces encuentro a las mamás aquí, me enseñan la barriga y me piden la bendición, porque estos niños son amados antes de venir al mundo. Esto es gratuidad, esto es amor, como el amor de Dios que nos amó antes. Es la belleza de ser amados antes: antes de haber hecho algo para merecerlo, antes de saber hablar o pensar, ¡incluso antes de venir al mundo! Ser hijos es la condición fundamental para conocer el amor de Dios, que es la fuente última de este autentico milagro. En el alma de cada hijo, por vulnerable que sea, Dios pone el sello de este amor, que está a la base de su dignidad personal, una dignidad que nada ni nadie podrá destruir.

 

Hoy parece más difícil para los hijos imaginarse su futuro. Los padres – lo señalaba en las catequesis anteriores – quizás han dado un paso atrás y los hijos se han vuelto más inseguros al dar pasos adelante. Podemos aprender la buena relación entre las generaciones de nuestro aprender la buena relación entre las generaciones de nuestro Padre celeste, que nos deja libre a cada uno de nosotros pero nunca nos deja solos. Y si nos equivocamos, continua siguiéndonos con paciencia sin disminuir su amor por nosotros. El Padre celeste no da pasos atrás en su amor por nosotros, nunca, y si no puede seguir adelante, nos espera. Pero nunca vuelve atrás; quiere que sus hijos sean valientes y den sus pasos adelante.

Los hijos, por su parte, no deben tener miedo del compromiso de construir un mundo nuevo: es justo para ellos desear que sea mejor de lo que han recibido. Pero esto debe hacerse sin arrogancia, sin presunción. De los hijos es necesario saber reconocer el valor, y a los padres siempre se debe rendir honor.

 

El cuarto mandamiento pide a los hijos – ¡y todos lo somos! – honrar al padre e la madre (cfr Ex 20,12). Este mandamiento viene inmediatamente después de los que se refieren al mismo Dios. Después de los tres mandamientos que se refieren al mismo Dios, viene el cuarto. De hecho, contiene algo sagrado, algo divino, algo que está a la raíz de todo tipo de respeto entre los hombres. Y en la formulación bíblica del cuarto mandamiento se añade: “para que se prolonguen tus días en el país que el Señor tu Dios te da”. El vínculo virtuoso entre las generaciones es garantía de futuro, y es garantía de una historia de verdad humana. Una sociedad de hijos que no honran a sus padres es una sociedad sin honor, cuando no se honra a los padres se pierde el propio honor. Es una sociedad destinada a llenarse de jóvenes áridos y ávidos. Pero, también una sociedad avara de generación, que no ama rodearse de hijos, que los considera sobre todo una preocupación, un peso, un riesgo, es una sociedad deprimida. Pensemos en tantas sociedad que conocemos en Europa, son sociedades deprimidas porque no tienen hijos, no quieren hijos, el nivel de nacimientos no llega al 1%. ¿Porqué? Que cada uno piense y responda. Si una familia generosa de hijos es mirada como si fuera un peso, hay algo que no va. La generación de los hijos debe ser responsable, como enseña también la Encíclica Humanae vitae del beato Papa Pablo VI, pero tener más hijos no puede llegar a ser automáticamente una decisión irresponsable. Más bien, no tener hijos es una decisión egoísta. La vida rejuvenece y adquiere energías multiplicándose: se enriquece, no se empobrece. Los hijos aprenden a hacerse cargo de su familia, maduran en compartir sus sacrificios, crecen en el aprecio de sus dones. La experiencia alegre de la fraternidad anima al respeto y el cuidado de los padres, a los que se debe nuestro reconocimiento. Muchos de vosotros aquí tenéis hijos, y todos somos hijos, hagamos una cosa, un  minutito, cada uno de nosotros piense en su corazón en sus hijos, si los tiene, y todos nosotros pensemos en sus padres y démosles gracias por el don de la vida.

Que el Señor bendiga a nuestros padres y a vuestros hijos.

 

Jesús, el Hijo eterno, hecho hijo en el tiempo, nos ayude a encontrar el camino de una nueva irradiación de esta experiencia humana tan sencilla y tan grande que es el ser hijos. En el multiplicarse de la generación hay un misterio de enriquecimiento de la vida de todos, que viene de Dios mismo. Debemos redescubrirlo, desafiando el prejuicio, y vivirlo, en la fe, en perfecta alegría. Y os digo qué bello es cuando paso entre vosotros y veo papás y mamás que levantan a sus hijos para bendecirlos, este es un gesto casi divino. Gracias por hacerlo.

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