Myanmar: Guerra y ciclón, una nación de rodillas

Myanmar: Guerra y ciclón, una nación de rodillas

Uno de los más potentes ciclones arrasó toda la zona, llegando incluso a tocar tierra en Cox's Bazar, al otro lado de la frontera de Myanmar, en Bangladés, donde están acampados cerca de un millón de refugiados rohingya

En Sittwe, capital del estado Biman de Rakhine, en el oeste de Myanmar, el ciclón Mocha, que azotó la zona los días 14 y 15 de mayo, se cobró al menos 40 víctimas entre la población, devastó casas, campos, destruyendo también la iglesia católica del Sagrado Corazón de la ciudad, y dañando irreparablemente los locales del complejo parroquial contiguo, en la diócesis de Pyay.

Uno de los ciclones más potentes de la región

El ciclón, tal como informa la Agencia Fides, uno de los más potentes que ha azotado la región, arrasó toda la zona, llegando incluso a tocar tierra en Cox's Bazar, justo al otro lado de la frontera, en Bangladés, donde están acampados cerca de un millón de refugiados rohingya, huidos tras la violencia sufrida en Myanmar desde 2017.

El Estado de Rakhine declarado zona de catástrofe

La junta de Myanmar ha declarado el estado de Rakhine “zona catastrófica”, mientras que las carreteras y las telecomunicaciones están interrumpidas. Las fuertes inundaciones han afectado a las comunidades ya de por sí vulnerables, incluidos cientos de miles de rohingya que viven en guetos con severas restricciones a sus movimientos.

La tormenta atmosférica, que también afectó a zonas de importancia cultural como Bagan, en la región de Mandalay, en su repentina violencia no alcanza, no obstante, el nivel de gravedad del conflicto civil que ahora atraviesa todo el país.

Crisis política y social

Myanmar se sumió en una crisis política y social después de que los militares tomaran el poder mediante un golpe de Estado, socavando el gobierno elegido democráticamente por el partido de la líder Aung San Suu Kyi en febrero de 2021.

El golpe de Estado generó, en una primera fase, protestas masivas y un vasto movimiento de “desobediencia civil” que bloqueó escuelas, servicios y oficinas públicas. La represión, llevada a cabo por el ejército bimano Tatmadaw, mató a civiles y detuvo a miles de personas como “presos políticos”. La protesta adquirió así el carácter de resistencia armada, con la aparición de las “Fuerzas de Defensa del Pueblo” (FDP), formadas por jóvenes birmanos que iniciaron una guerra de guerrillas de baja intensidad.

A esas milicias civiles se unieron entonces los ejércitos ya bien organizados de las minorías étnicas (kachin, karen, karenni, shan, chin y otras) que llevaban décadas luchando contra el gobierno central (durante grandes períodos formados por militares) y que ahora entrenan en combate a jóvenes de la etnia bamar (mayoritaria en Myanmar) para llevar a cabo incursiones, pequeños ataques contra convoyes o puestos de control militares.

Violenta reacción del ejército

En cada una de estas acciones, la reacción del ejército es extremadamente violenta: aldeas enteras son devastadas, arrasadas e incendiadas, con el consiguiente aumento del sufrimiento y de las víctimas entre la población civil y del número de desplazados internos. Se bombardean y destruyen negocios, edificios y propiedades de civiles sospechosos de haber ayudado o apoyado de algún modo a las Fuerzas de Defensa del Pueblo.

Guerra civil generalizada

Con el paso de los meses, el conflicto se ha convertido en una guerra civil generalizada, con un enfrentamiento asimétrico y una gran disparidad de fuerzas sobre el terreno: por un lado, uno de los ejércitos mejor entrenados y equipados de Asia, con más de 400.000 hombres, con importantes medios y suministros militares (asegurados por Rusia, China y naciones europeas).

Por otro lado, el movimiento de jóvenes birmanos, coagulados en las FDP, que se procuran fusiles o pistolas en el mercado negro (incluso de los propios militares birmanos) o en los canales ya activados por los ejércitos minoritarios, y que hoy, según las estimaciones, constituirían un frente de unos 80.000 resistentes.

Y si la fuente más citada sobre los efectos del conflicto, la "Assistance Association for Political Prisoners", informa, hasta el 9 de febrero de 2023, un recuento de 2.981 víctimas civiles, según el centro de investigación estadounidense ACLED (Armed Conflict Location & Event Data Project), desde que comenzó el golpe, el número de muertos civiles (contados con nombre y apellidos gracias a los informes de fuentes sobre el terreno) supera los 30.000. En el actual conflicto, no hay salida ni atisbo de negociación a la vista, ya que los jóvenes birmanos – una generación que conoce y practica la democracia desde 2015 – no quieren someterse a la dictadura militar que ya ha dirigido el país durante muchos años.

Comunidades católicas birmanas

Las comunidades católicas birmanas se encuentran en este escenario, optando por servir a los pobres, los que sufren, los desplazados, que no han dejado de aumentar en los dos últimos años debido a los combates y la destrucción infligida por los militares. Lugares como iglesias o escuelas, clínicas o centros de salud católicos se han convertido en lugares de acogida de refugiados e indigentes. Sin embargo, la sospecha de que esos lugares puedan contener o apoyar a resistentes basta para convertirlos en objetivo de los bombardeos.

Esta es la razón por la que numerosas iglesias han sido alcanzadas en varias diócesis (la última, la iglesia católica de Nuestra Señora de Lourdes en el pueblo de Tiphul, en la diócesis de Hakha, a finales de abril), por la que en la archidiócesis de Mandalay 20 de las 42 parroquias están dañadas o cerradas. Ni siquiera se permite el servicio humanitario: según ha sabido la Agencia Fides, el ejército asaltó tres pequeñas clínicas católicas que acogían a mujeres embarazadas y trataban a civiles heridos, devastándolas, llevándose el material médico, quemándolas con el pretexto de que "trataban a miembros del FDP".

En Mandalay, la gente vive desde hace dos años con una electricidad intermitente, sin agua, sin escuela y con el sector público reducido a la mínima expresión. La Iglesia local gestiona cuatro grandes campamentos de desplazados, entre católicos y familias de otras religiones. Ante el inmenso y prolongado sufrimiento, los 62 sacerdotes de la diócesis intentan llevar consuelo simplemente permaneciendo cerca de la gente, incluso en lugares incómodos como arrozales y bosques donde los refugiados buscan refugio de la violencia.

En la situación actual, dicen, no hay una salida concreta al conflicto. “Nuestra esperanza no muere, ni siquiera en tiempos de oscuridad, tristeza y dolor, sólo porque está fundada en Dios. Estamos cansados de los combates y de la violencia generalizada, pero seguimos adelante con confianza en Dios, que no nos abandona. La nación está postrada, de rodillas a causa de la crisis. Nosotros también nos arrodillamos, invocando de todo corazón la paz y la salvación de Dios”.

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