La Semana Santa de 2015 en España y en Europa ha estado dolorosamente marcada por la trágica catástrofe aérea en los Alpes, del 24 de marzo pasado.
Una catástrofe, además, doble e incomprensible. Con ella, desde marzo de 2014, la aviación civil y comercial ha registrado en todo el mundo uno de sus peores registros históricos anuales con su octavo gran desastre, que ha dejado un saldo de un millar de personas muertas y un inmenso reguero de sufrimiento y de incertidumbres.
Lo acontecido en los Alpes franceses añade, como ya quedaba indicado, dramatismo, estupefacción y desolación por la autoría, según revela la llamada caja negra del avión, suicida y homicida del copiloto. Y las palabras y las reacciones, pues, se quedan cortas para poder hacerse ni siquiera una idea del grado, del alud de dolor que aflige y afligirá a los familiares de las 150 víctimas –toda la tripulación, incluido, pues, el copiloto- y los incontestables e incontables interrogantes que suscita una desgracia, ¡para colmo provocada, al menos presuntamente!, como esta.
El eterno problema del mal siempre ha sobrevolado, sobrevuela y sobrevolará, con sus consiguientes y lacerantes heridas en lo más hondo del alma, sobre la existencia humana. ¡Nada hay más desgarrador que la muerte propia y la de los seres queridos! ¡Nada más injusto que el crimen, el asesinato y las calamidades, más aún si son provocadas! ¡Nada más incomprensible que el mal descargue su fuerza y furia destructoras sobre los más indefensos y necesitados! Ante todo ello, sentimos impotencia, frustración, inseguridad y temor.
Y la misma fe religiosa es sometida, sin duda, a prueba y a examen: ¿por qué permite Dios el mal? O la ya clásica pregunta del “¿cómo hablar de Dios después de Auschwitz?”. O como le cuestionó, hace dos meses y medio, aquella niña filipina al Papa Francisco: ¿por qué Dios no pasó cuando el tifón Yolanda, la mayor tormenta, el mayor y más devorador ciclón de la historia, asolaba su archipiélago y asesinaba a miles de personas? “No lo sé”, respondió, en primera instancia Francisco, fundiéndose después en un inmenso abrazo con la niña. “Dios –añadió- pasó primero”; Dios pasó después con el ciclón de solidaridad que se desató tras la catástrofe; y Dios sigue pasando cada día con la brisa suave de su amor y de su misericordia que nos confía a nosotros transmitir mediante la caridad y el compromiso en pro de los demás y en pro del bien.
Y aquí, en medio de nuestra debilidad y precisamente para ayudarnos a transfigurarla, emerge la única respuesta definitiva, que no es otra que Jesucristo y este crucificado y resucitado por nosotros y para nosotros. El gemido, el llanto y la impotencia de la entera humanidad de todos los tiempos han sido asumidos en la cruz salvadora y florecida del Señor del tiempo y de la historia. Nada necesitamos más que la Pascua. Nada necesitamos más que poner nuestras miradas, penas, gozos, alegrías y expectativas en Él. En su cruz, caben todas las cruces de todas las personas de cualquier época. En su cruz, están los fallecidos del avión del 24 de marzo. En su cruz, está nuestro fatigoso y condolido caminar cotidiano. Y de nosotros depende depositar junto a su cruz resucitada nuestras dudas, quejas y afanes. “No elijamos las cruces, no las pidamos; tomemos las que el Señor nos manda día a día, momento a momento” (venerable madre Tecla).
La vida no es un absurdo o una quimera. Nuestro destino no es, como no lo fue en el caso de Jesús, ni sepulcro ni la destrucción. Somos hijos de un Dios que tanto nos amó, nos ama y nos amará que envió a su Unigénito –Dios como Él, hombre como nosotros- para que compartiera en todo -en todo excepto en el pecado- la condición humana, incluidos el sufrimiento, el dolor, la traición, la iniquidad y la muerte, y para que con su pasión, muerte y resurrección los venciera para siempre, haciendo así camino para nosotros.
No son “sermones”, teorías o utopías. Es la respuesta, la certeza, la necesidad y la esperanza de la Pascua, que nadie ni nadie deberán arrebatarnos. Porque nada ni nadie podrán apartarnos del amor de Dios si en Él sabemos fijar nuestros ojos y enjugar nuestras lágrimas.
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