Mons. Fernández a nuevos presbíteros: "Están llamados a ser instrumentos de gracia"

Mons. Fernández a nuevos presbíteros:

El arzobispo de La Plata ordenó sacerdotes a Matías Villarreal, Emiliano Chaves, Kevin Malla y Facundo Irazusta, a quienes les recordó los dos polos inseparables de su servicio: Cristo y el pueblo.

 

El arzobispo de La Plata, monseñor Víctor Manuel Fernández, ordenó sacerdotes a los diáconos Matías Villarreal, Emiliano Chaves, Kevin Malla y Facundo Irazusta, en el marco de una celebración eucarística en la catedral platense y también transmitida en vivo por redes sociales.

Ante un gran número de laicos, religiosos, religiosas y miembros del clero, el arzobispo platense recordó a los nuevos presbíteros: “El Orden Sagrado que ustedes recibirán es una de esas cosas que sólo pueden reconocerse y valorar desde la fe, esa fe que nos hace ver mucho más”.

“En este sacramento se realiza una obra transformadora que les permitirá realizar acciones que son imposibles para un ser humano: hacer presente a Cristo en la Eucaristía y absolver los pecados", subrayó.

Seguidamente, monseñor Fernández los encomendó al Señor para que “les dé la gracia de reconocer siempre la inmensa grandeza de estos dos misterios que pasarán a través de las manos de ustedes, que no se acostumbren jamás, que nunca pierdan el asombro, el sentimiento de indignidad y de gratitud por haber sido elegidos sin mérito alguno para algo que los supera por todas partes”.

“Ustedes están llamados a ser instrumentos de gracia, como cántaros que derraman vida. La vida de Dios, de eso se trata”, explicó, y puntualizó que por eso el sacerdocio tiene dos polos permanentes e inseparables: Cristo y el pueblo.

El primero de ellos es Cristo; “mi Señor, mi vida, mi fortaleza, mi esperanza, mi bien, mi verdad, mi riqueza, mi alegría, mi paz, mi amor, el dueño de mi vida, esposo, amigo, luz de mi camino. No mis proyectos, sino Cristo, no mis necesidades sino Cristo, no mi imagen social sino Cristo, no mi comodidad no mi fama sino Cristo”, profundizó.

Y el segundo es El pueblo; “como Cristo me convierte en fuente de vida para los demás, la segunda polaridad es necesariamente ese pueblo al cual tengo que llenar de vida. Con una bendición doy vida, con una absolución doy vida, en cada Misa doy vida, en cada palabra llena de unción que provoca conversión doy vida, en cada esfuerzo por mejorar la existencia y la dignidad de una familia doy vida”, exclamó.

Por eso, monseñor Fernández afirmó que “si tiene que haber un sueño que ese sea el de ser párrocos. No sacristanes ni profesores ni sociólogos, sino padres y pastores que provocan una experiencia de Cristo y derraman vida”.

Además, instó a los nuevos ordenados a que “no busquen otra gloria mundana y si aparece esa tentación échenla fuera rápido como veneno, no hagan alianza con los cálculos mundanos y mejor será que puedan decir como san Pablo: ‘Me gastaré y me desgastaré por ustedes’”.

Finalmente, el arzobispo platense les obsequió a los cuatros sacerdotes la oda al párroco:

Para un cura no hay nada más lindo que ser párroco.

Un párroco es un enamorado de Jesucristo, que tiene la certeza de que la amistad con él ya no tiene vuelta atrás.

 

Un párroco experimenta, a veces con dolor, a veces con emoción, que es una vasija de barro que el Espíritu Santo quiso llenar y desbordar a pesar de sus límites y miserias.

Un párroco sabe que cuando las cosas le van mal puede correr a los brazos de la Virgen de Luján, que en ese momento no mirará sus errores y caídas sino a su hijo que la necesita. Así, desde el corazón de la Madre, aprende él mismo a ser siempre misericordioso.

Un párroco no es un solterón. Para él está muy claro que tiene una esposa que le reclama, que lo reta, que lo necesita, que lo estimula, que lo quiere y lo siente suyo a pesar de todo. Al mismo tiempo, es la esposa que festeja con él las alegrías y los lindos momentos. Porque desde que llega a una comunidad sabe que ha nacido una alianza de amor con ese pueblo de Dios.

Un párroco entiende cuando alguien llora por amor, porque él también ha llorado a veces su soledad. Comprende cuando una madre sufre por sus hijos porque él muchas veces se sintió impotente cuando intentó ayudar a otros. Percibe lo que otro siente cuando no puede cumplir sus sueños, porque él también tiene sueños grandes y muchas cosas le salieron mal.

Pero un párroco es un hombre que siempre sale adelante, porque está peregrinando con su comunidad en medio de las pruebas y angustias de esta vida. Sufre con ellos, llora con ellos, espera con ellos. Y muchas veces ellos lo empujan y lo llevan para que no se quede. Mientras tanto, une con cariño sus dolores a los de Cristo crucificado y los ofrece por su comunidad. Porque sabe que así su sacerdocio siempre será fecundo.

Y lo más lindo de ser párroco es experimentar que uno siempre es padre, amigo, compañero, uno del barrio, alguien que tiene su casa entre el pueblo como uno más, sin pretender destacarse, pero seguro de entregar un milagro permanente.

Porque Cristo lo ha tomado con su Palabra, porque él se hace alimento entre sus dedos, porque a través de él el Espíritu Santo se derrama como agua, como aceite perfumado, como sencilla bendición que ayuda a su pueblo a seguir adelante.

Pero el párroco es también un contemplativo de la belleza que siembra el Espíritu Santo. Está atento a la vida de su gente y admira tantos gestos de generosidad, tanta entrega, tanta paciencia, tanta lucha, tanta fe del pueblo de Dios. Y contempla el nuevo nacimiento en cada bautismo, el corazón que se renueva en cada reconciliación, la vida que se eleva a Dios en cada Eucaristía. Y contempla a los niños que crecen, a los jóvenes que se enamoran, a los abuelos que se van yendo de a poco.

La vida del párroco no tiene desperdicio, siempre que viva un sincero orgullo por el don que Dios le ha dado y no pretenda ser feliz con lo que le ofrece este mundo vano.

Aunque le duelan sus errores, sus caídas, sus faltas de generosidad, sabe que su fuerza está en un regalo gratuito. Porque Dios lo eligió, lo llamó y lo consagró porque sí, porque a él le dio la gana.

Así, sabiéndose tan querido, seguro de no tener más mérito que el amor que Dios le tiene, se levantará de nuevo mil veces, y aunque sea con lágrimas en los ojos volverá a gritarle al Señor: ¡Gracias Dios mío por ser sacerdote!

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