Las autoridades españolas y andaluzas están obligadas a buscar una solución a esta antigua y celebérrima mezquita
EL VISITANTE, AUNQUE NO SEA CREYENTE, QUEDA EXTASIADO admirando ejemplos de moderna arquitectura religiosa como la original iglesia de San Joseph de la ciudad francesa de Le Havre. El templo primitivo fue destruido durante los bombardeos alemanes, al igual que todo el centro histórico de la ciudad, y una vez puesto a reconstruirlo bajo la dirección del arquitecto Auguste Perret, un defensor acérrimo del hormigón y de sus bellezas, se levantó una nueva ciudad moderna que ha merecido el título de “patrimonio de la Humanidad”. En ella destaca el aludido templo coronado por una suerte de rascacielos que emula las torres góticas, el cual en su oquedad interior está pleno de una extraña luminosidad. Los folletos turísticos hablan del “vértigo estético y espiritual” que provoca su contemplación. En una segunda escena, contemplo por azar los oficios del Sábado Santo en un monasterio benedictino a las orillas del Sena, el de Saint Wandrille. Al entrar en la librería de la abadía entre las últimas novedades hay algunos libros muy recientes escritos por los monjes del lugar, y más en particular un tratado sobre la acedia, o depresión de la hora nefasta, del mediodía, escrito por el propio abad. Todo esto me reafirma en lo que veo desde hace años: que al catolicismo francés le benefició la laicidad del estado, proclamada por ley en 1905. Los fieles no están por conveniencias culturales. Se han tomado en serio su fe y la renuevan estética e intelectualmente, como querían incluso arabistas católicos neomísticos como Louis Massignon.
Sin embargo, el catolicismo español, que lleva estancado estética e intelectualmente largo tiempo, me parece que no está a la altura de nuestro tiempo. Uno de los últimos esfuerzos por renovarlo vino de Gaudí y su proyecto inacabado de la Sagrada Familia barcelonesa, idea que en buena medida quiso trasladar a Tánger cuando aún era colonia. Las iglesias están vacías, y los obispos y canónigos se enquistan en posiciones numantinas. Como la que concierne a la mezquita-catedral de Córdoba.
No es el momento de hacer historia del monumento patrimonio de la Humanidad, pero lo cierto es que la parte más noble y valorada del mismo es el conjunto inigualable de la mezquita omeya. Los cristianos tras la conquista de la ciudad en 1236 la volvieron a consagrar, sin llegar a demolerla. El cabildo catedralicio intentó derruir la mezquita a principios del siglo XVI, pero la oposición firme de la ciudad y sus autoridades, arropados por la monarquía, lo impidió. Es célebre la orden del emperador Carlos V amenazando que bajo pena de muerte no se tocase ni una sola piedra del conjunto omeya. Y célebre es también la leyenda que sostiene que el mismo emperador se lamentaba de la autorización dada por él mismo para realizar las reformas internas que dieron lugar a la actual catedral renacentista inserta en el corazón de la mezquita. Muchas son las voces que sostienen que desgraciadamente no hay equivalencia posible entre la calidad artística de la mezquita y la de la catedral. Incluso quiero recordar que en pleno franquismo un arquitecto conocido, Fernando Chueca Goitia, sostenía que había que sacar la catedral del bosque de arcos para devolverle a la mezquita su esplendor inicial.
Esta situación de propiedad privada de la mezquita cordobesa en manos de la iglesia católica, donde los ingresos por el turismo van a sus manos, y el cuidado y restauración corren a cargo del gobierno andaluz, se ha dado incluso en tiempos, casi veinte años, de gobernanza comunista de Córdoba. El asunto no deja de ser intrigante y llamativo.
Hace relativamente poco tiempo la caja de Pandora se ha abierto, a raíz sobre todo de que los gobiernos conservadores españoles, tanto en el de Aznar como en el actual, han permitido a la Iglesia católica “inmatricular”, es decir inscribir en los registros de la propiedad inmobiliaria, aquellos bienes que considerasen que son o han sido suyos. O simplemente que los reclamasen para sí sin ninguna oposición, sobre todo habida cuenta que las inscripciones se han hecho con el mayor de los sigilos, sin que nadie se enterase. De esta manera la Iglesia católica en España ha podido apropiarse de bienes que son suyos legítimamente, pero también de otros que no lo son o cuya propiedad o gestión son discutibles. Este es el caso de la mezquita cordobesa, que no solamente no ha ido secularizándose, conforme al espíritu de los tiempos, sino que ha ido re-catolizándose. Los visitantes extranjeros sospechosos de cualquier posibilidad de hacer oraciones islámicas son sometidos en sus visitas a una estrecha vigilancia por parte de los guardias de seguridad, y los elementos ornamentales católicos han sido intencionalmente reforzados, hasta el punto incluso que el nombre de “mezquita” ha sido borrado de los buscadores de Google y que se considere en los folletos divulgativos de época islámica una “intervención” en el seno de una supuesta catedral o iglesia preexistente. El absurdo conceptual ha ido en aumento, hasta hacerse risible, pero la parte seria es que la Iglesia cordobesa, que en tiempos islámicos se caracterizó por inclinaciones suicidas –el beato Álvaro de Córdoba, representante de la comunidad mozárabe en pleno siglo IX se entregó a los cadíes insultando a su Dios para que lo ejecutasen y así alcanzar la gloria del martirio-, ha ido “inmatriculando” en los últimos ocho años todo lo que ha podido, incluidas plazas públicas por el simple hecho de que hubiese un Cristo o una Virgen en ellas. De todo ello acaban de dar cuenta numerosos diarios y revistas de todo el mundo, como la influyente revista norteamericana “Foreign Policy” en este mes de abril.
A lo anterior hay que añadir la existencia de una importante comunidad islámica en Córdoba, el alza del turismo musulmán, la presencia incluso de una Casa Sefarad en el barrio de la antigua judería, etc. etc. Y sobre todo que un bien patrimonio de la Humanidad de esta categoría no puede estar en manos privadas. Las autoridades españolas y andaluzas están obligadas a buscar una solución a esta antigua y celebérrima mezquita. La Iglesia católica española debe comprender mirándose en el espejo galo que la secularidad le ha de venir de perlas para renovar su legítima fe sin atentar contra la razón común de creyentes de todas las tendencias, y de los agnósticos de hecho, hoy por hoy la mayor parte de la población hispana. El tránsito a la modernidad plena así lo exige. ¡Ojalá Córdoba se viera ornada por una catedral de estilo contemporáneo acorde con las nuevas sensibilidades, como la mencionada iglesia de Le Havre! Y la mezquita fuese contemplada como lo que es: el testigo de la usura inevitable del tiempo, que nos concierne en tanto humanos a todos, creyentes o no creyentes, como patrimonio común.
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