La JMJ vuelve a América Latina

La JMJ vuelve a América Latina

Fue elegida como sede de la próxima edición de la era Francisco. Panamá ya se puso en movimiento. En noviembre, plenario de los obispos de América Central

por Nello Scavo 

desde Roma

Es el país de los dos canales. De los dos océanos. De las dos rutas: paso obligado para viajar de Norte a Sudamérica y desde el Atlántico hacia el Pacífico. Es el país del mestizaje, pero también de las contradicciones. Con la biodiversidad en riesgo por las multinacionales, con los bancos que en Panamá City reciben cualquier tipo de remesas, legales o ilegales, no interesa. Por eso es el destino perfecto para una JMJ “estilo Francisco”. “Somos naturalmente un país “puente” y un país de “periferia”. Quizás por esa razón Francisco ha elegido a Panamá para la Jornada Mundial de la Juventud de 2019”. Son palabras del arzobispo de Panamá, monseñor José Domingo Ulloa Mendieta, del cardenal José Luis Lacunza, obispo de David, y del obispo de Colon-Kuna Yala, monseñor Manuel Ochogavia, que acaban de llegar a Roma desde Cracovia, donde acompañaron a 500 jóvenes panameños a la JMJ.

El Papa fue claro: “Nos dijo que no tuviéramos miedo de hacer un papelón al organizar esta JMJ”, dijeron los obispos. Una JMJ que estará bajo la protección del beato Oscar Romero y de la Virgen de Guadalupe. “Romero es nuestro  modelo de pastor cercano a la gente –subrayan los tres obispos- capaz de denunciar pero también de anunciar”.

Entre oportunidades y denuncias. Allí donde el poder yankee se confronta con la cultura caribeña. Un desafío que la Iglesia local conoce muy bien. Panamá es tierra de inmigración. Sobre cuatro millones de habitantes, el 65 % son mestizos, a los que se suma el 14% de descendientes de esclavos africanos y negros jamaiquinos. Los estadounidenses y europeos no llegan al 10%, seguido por un 4% de asiáticos. Los únicos “pura sangre” son los nativos, un 7% formado por miembros de las etnias Dule, Bugle, Ngäbe, Bribri, Teribe, Wounan y Emberá.

Recientemente el escándalo de los “Panamá Papers” permitió entrever la realidad financiera que transformó al país centroamericano en el principal destino de los capitales en fuga. Y junto con el dinero sucio llegan enormes cantidades de droga. La periferia de Panamá City está infestada de bandas de vendedores de droga al menudeo que amenazan la seguridad de los barrios más pobres, rodeados de templos coloniales y rascacielos que ostentan la marca de los nuevos conquistadores: instituciones financieras, grupos petroleros y miles de estudios de abogados especializados en la gestión de los “ahorros” provenientes del exterior.

A pocas horas de viaje por tierra, lejos de las playas invadidas todo el año por turistas, están los latifundios de las multinacionales bananeras, que durante años financiaron la guerrilla colombiana de derecha (AUC) para que mantuviera a raya a los sindicalistas y protegiera las propiedades de los grandes grupos. Las cosas han cambiado en parte, pero no para las poblaciones indígenas. Las autoridades nacionales de Medio Ambiente de Panamá suspendieron temporalmente la construcción del dique hidroeléctrico de Barro Blanco, objeto de una disputa sobre la tierra con la comunidad nativa ngöbe-buglé. Sin embargo, el gobierno declaró a continuación que la construcción del dique, que ya está concluyendo, proseguiría. La comunidad indígena ha protestado durante años, afirmando que no fue oportunamente consultada antes de comenzar la obra y que el agua del dique cubriría sus tierras, como varias veces ocurrió después, durante la construcción. En otras provincias, como Bocas del Toro, casi en el límite con Costa Rica, los indígenas luchan desde hace años para obtener el reconocimiento oficial y la autodeterminación de sus territorios. Pero los intereses de las multinacionales de energía frenan los acuerdos con el gobierno central.

Muchos indios se han convertido al cristianismo pese a que conservan fuertes lazos con sus orígenes. Una riqueza para Panamá y que durante la próxima JMJ se convertirá en un patrimonio para el mundo. Desde su punto de vista, en efecto, todos los índices de desarrollo deberían invertirse. En los estudios locales e internacionales sobre las condiciones de vida  y el nivel de bienestar, los indígenas panameños ocupan siempre los últimos lugares en las estadísticas del país. Por el ingreso per cápita, por el nivel de vida, por cualquier tipo de asistencia sanitaria. Pero los únicos que no están de acuerdo, que no reclaman más dinero ni más confort, son los mismos indígenas, y por el contrario, se ofenden cuando leen estos datos. Porque hay un “indicador” que las estadísticas no muestran: la armonía con la creación y la libertad de la esclavitud de la modernidad. Y en este sentido, ellos reivindican el primer puesto.

En noviembre, con el encuentro de los obispos de todo Centroamérica, comenzará a ponerse en marcha la maquinaria organizativa de la JMJ 2019, que debería realizarse no en verano, como es la costumbre, sino en una semana entre enero y  marzo, única época del año sin lluvias. “Debemos constituir un grupo de trabajo en comunión con el Vaticano y poner inmediatamente en marcha la construcción de infraestructuras para hospedar a los jóvenes”, dice el cardenal Lacunza. “Queremos que sea un proyecto de todo el país, solos como Iglesia no podríamos hacerlo”, agrega Mons. Ulloa.

“Ofreceremos a los jóvenes del mundo nuestro mar, un escenario muy natural, nuestra fruta, nuestros animales. Lo mejor que podamos ofrecerles”, dicen los tres prelados. En cuanto a la seguridad, “ya hicimos un pequeño test –observa el obispo de Panamá- con las visitas de Barack Obama y Raúl Castro. Es evidente que el esfuerzo por el evento habrá que ampliarlo, lo mismo que para aquellos que llegarán por tierra, tendrá que haber un paso privilegiado en las fronteras”. Hay que pensar que desde México, por ejemplo, los jóvenes tendrán que cruzar cinco fronteras.

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