El último acto del papado de Benedicto XVI

El último acto del papado de Benedicto XVI
El mundo cristiano perdió a su jefe católico en el último día de un papado agitado al que el Vaticano le puso punto final con una cuidada puesta en escena. Los feligreses lo vieron irse en helicóptero a través de cinco pantallas gigantes.
Por Eduardo Febbro

Desde Ciudad del Vaticano

Digno de Fellini, de Nanni Moretti y del Coppola más inspirado. Los guionistas del Vaticano prepararon con imágenes cuidadas y planos perfectos el acto final del mandato de Benedicto XVI. El Papa perdió la capa que le cubre los hombros (esclavatina), el anillo del pescador, la faja con su escudo de armas (fascia), las sandalias rojas del pescador que simbolizan la sangre de Cristo y recuerdan a los mártires católicos y el título de Papa. El mundo cristiano perdió a su jefe católico en la última jornada de un papado agitado y controvertido al que el Vaticano le puso punto final con una cuidada puesta en escena. Esta vez, Benedicto XVI no estuvo de cuerpo presente en la Plaza San Pedro. Los feligreses lo vieron, lo lloraron, corearon su nombre y lo aplaudieron desde cinco pantallas gigantes colocadas en varios puntos de la plaza. Después de las despedidas tradicionales con los jerarcas vaticanos, Benedicto XVI partió en helicóptero hacia Castel Gandolfo, a 20 kilómetros de Roma. El aparato sobrevoló la plaza y la capital italiana y a las ocho de la noche la Guardia Suiza de la custodia cerró la puerta principal y el Vaticano quedó huérfano de Papa. Pero Benedicto XVI reserva todavía varias sorpresas por encima de la cinematográfica secuencia elaborada por el Vaticano y filmada desde varios helicópteros que volaban sobre la Plaza San Pedro. Todo parecía perfecto, pensado por un arquitecto encantador de multitudes, diseñado al milímetro para que las imágenes fueran alimentando la sincera y profunda emoción que habitada a la gente reunida en la plaza. Diecisiete días cinematográficos para tapar el gran agujero: todo fue perfecto, todo, menos la renuncia en sí.

Piedra enorme e inamovible en el camino de la Iglesia. “Ya no soy más Papa. Sólo soy un peregrino en la última etapa de su peregrinaje en esta tierra”, dijo Josef Ratzinger desde la ventana de Castel Gandolfo. Las cosas se ven distintas según se crea o no en los martirios de la cruz y la Santísima Trinidad. Algunos pensarán que Ratzinger es un pastor santo devorado por los lobos que lo rodean, otros que el Papa vencido que ayer abandonó su trono es un reaccionario farsante, un cómplice de toda la corrupción y la pederastia que carcomen desde hace años al clérigo. Nada es tan simple. Se podrían hacer dos libros con una investigación periodística y cada uno de ellos aportaría pruebas aplastantes sobre la veracidad de una u otra tesis. El Josef Ratzinger de antes, el implacable perseguidor de los representantes más inteligentes de la Teología de la Liberación. Y el Ratzinger de ahora, el hombre que firmó dos decretos para sanear el Banco del Vaticano, el que condenó, excomulgó o forzó a la renuncia a los curas cómplices con los actos de pederastia, el que, en las últimas semanas, removió de sus cargos a decenas de jerarcas con las sotanas manchadas de vergüenza. Y ese mismo Papa es que el que levantó la excomunión a los obispos tradicionalistas y reaccionarios de monseñor Lefevbre y anunció su renuncia en latín. Muchas cosas distintas, buenas y malas. Si fuese tan fácil decidir por lo uno o por lo otro no habría quedado ese silencio helado y solitario que de pronto envolvió la Plaza San Pedro cuando las pantallas que retransmitían la ceremonia se apagaron, esa sensación de que en esa renuncia había algo hondo y apabullante, escandaloso y doloroso hasta las lágrimas para quienes tienen fe, una ruptura del destino que ninguna interpretación puede abarcar.

Encarnado en la renuncia de Benedicto XVI, el Vaticano le ofreció al universo cristiano uno de los episodios más sórdidos que se puedan encontrar. No hay, en Roma, un libro que no hable de decadencia, de sexo, de corrupción, de manipulaciones, de confrontaciones bajas, que no evoque, por o contra, la figura de un Papa que quiso mover algunas piezas y terminó por derribar el tablero. En cada página de esta gran narración moderna hay un detalle que no concuerda, empezando por el principal, el acto que activó el reloj de la renuncia, es decir, los documentos robados al Papa: nadie que sea sensato puede creer que un mayordomo sea capaz de fotocopiar 2600 hojas de documentos secretos sacados desde la mismísima habitación del pontífice sin que los guardias del Estado más pequeño y vigilado del planeta se den cuenta. Misterios y misterios más hondos que los de la misma cruz.

Eso repetían los hombres y las mujeres habitados aún por la fe, las monjas que trabajan con los pobres, los que, en nombre de Dios, dan su vida por el prójimo: ¿por qué se fue realmente? ¿Cuál es el secreto final de esta inmensa derrota? La debilidad, los escándalos, las pugnas por el poder, el cansancio. Cada persona tiene una palabra para explicarlo, un cirio para iluminar la breve verdad. A Ratzinger y a la Iglesia los persiguen aún la sombra de Juan Pablo II, el papa anterior que diseñó con una habilidad de brujo el desastre de hoy. A tal punto que Benedicto XVI es como un hombre invisible en los alrededores del Vaticano. En los kioscos de chucherías y recuerdos hay más fotos e imágenes de Juan Pablo II que del Papa que se fue ayer. Tapado por la sombra del predecesor, Benedicto XVI existió de pronto y plenamente con los escándalos y su renuncia: la visibilidad extrema del que se va. Y ahora viene el cónclave para cambiar de época y de Iglesia, o sólo de rostro.

Benedicto XVI publicó un decreto por medio del cual autoriza a los cardenales electores a adelantar la reunión para elegir un nuevo Papa. Las manchas de antes estarán allí presentes: muchos de los cardenales acusados de encubrir la pedofilia estarán presentes. Los cardenales tienen entre 15 y 20 días para designar a su sucesor. Según la voluntad de Ratzinger, se necesitan por lo menos dos tercios de los votantes para elegir al próximo Papa. Lo más denso de estos meses quedará secreto. El Papa saliente decidió que el informe realizado por una comisión de tres cardenales sobre los escándalos que azotaron al Vaticano en los últimos meses permanezca bajo llaves: sólo podrá ser conocido por su reemplazante. Por las dudas, Ratzinger se adelantó a la modernidad y prohibió que los cardenales reunidos en el cónclave filtren información a través de Twitter u otros canales. De todas maneras, es demasiado tarde: ya salieron de sus espacios privados miles de documentos. Dentro de un par de meses habrá dos papas en el Vaticano: el nuevo y el que se fue, que vivirá en un convento de la ciudad papal. En vez de “cardenal Ratzinger”, como lo quiere la tradición una vez que no se es más Papa, se seguirá llamando Benedicto XVI. En suma, habrá dos sumos pontífices. Tal vez uno sea el enemigo del otro, o un calco del otro, o sólo su marioneta.

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