La última misa del sacerdote que perdió la batalla con los narcos en San Martín

La última misa del sacerdote que perdió la batalla con los narcos en San Martín

Lo trasladan a Olavarría. Asegura que invirtió más tiempo en temas vinculados a la seguridad de la zona que en su labor de evangelización.

“Sigamos luchando contra la violencia y el narcotráfico”, fue el mensaje del padre Alberto Benegas (61), el domingo pasado, en su última misa en el barrio Libertador, en Loma Hermosa. El cura se hizo conocido por organizar la “marcha de la paz” y querer pacificar el barrio a partir del asalto de agosto pasado, en el que el médico Lino Villar Cataldo mató al ladrón Ricardo Krabler, de 24 años.

Su próximo destino será Olavarría y se lo nota algo triste. Por más que en diez años en Libertador, partido de San Martín, padeció varias situaciones al límite: narcos que le ofrecieron construirle una capilla a cambio de retirar las denuncias y que le negaron el acceso a un sector del barrio; ladrones que le pedían bendiciones antes de salir a robar con armas; tipos que se acercaron y le dijeron “¿todavía estás vivo? Ya te va a tocar…”; un cuerpo tirado en la puerta de su Iglesia para dejarle una señal por las denuncias; jóvenes desguazando autos robados a metros de donde dictaba misa; seis robos sufridos, con y sin violencia.

“Creo que en este período invertí más tiempo en juzgados, comisarías y reuniones por la inseguridad que en evangelización; aquí la realidad es otra”, le cuenta a Clarín con cierta nostalgia. Lo rodean perros, nenes, muchas moscas y paraguayos que trabajan en la construcción de casas.

El padre, mientras toma un té, argumenta por qué siente que aquí fue, además de sacerdote, trabajador o asistente social: “los vecinos no vienen a plantearte problemas morales; se te acercan para contarte que los roban y golpean cada vez que salen”.

También en esta experiencia entendió que “estando organizados, el pobre es más Estado que el propio Estado”. Y cita un ejemplo: en diciembre pasado se incendió una casa. Defensa Civil se acercó y prometió una respuesta para fines de febrero. La familia no tenía a dónde ir. Esa misma noche un grupo de vecinos hizo campeonatos de truco y de fútbol, y rifas, pusieron la mano de obra gratis y refaccionaron la propiedad.

En un principio, los vecinos le habían puesto una condición para caminar por “el fondo”, el sector más conflictivo del barrio: solo lo dejarían estando acompañado. La primera visita fue junto a los integrantes del grupo de alcohólicos anónimos del barrio. Tuvo que dejar el bolso y meter las cosas en una bolsa de nailon. Y entender, mediante los robos sufridos, que era una presa fácil para los ladrones. De entonces lo que más recuerda es el comienzo “de la participación de los adolescentes en el delito”.

No se criaron mirando a Tarzán en la tele. Son jóvenes que pusieron en práctica lo que vieron durante su niñez; estaban muy violentos. No podía llegar a comprender la necesidad de patear tanto a alguien para robarle un celular, ni cómo hacían para acceder a armas”, dice.

Con la camada siguiente aparecieron los “soldaditos”, y madres que lo buscaban preocupadas: temían que sus hijos cayeran en las drogas. En un sector del barrio los vecinos tenían que pagar cien pesos semanales para no ser asaltados, además de callarse por la venta de drogas en la cuadra o manzana. Denunciaron mucho. Un fiscal les reconoció que no tenía sentido; que 48 horas después de cada allanamiento se volvería a vender, pero a dos esquinas. Los narcos, o sus familiares, respondían: se unían y rompían fachadas de casas y autos de los que creían responsables de las denuncias. También los golpeaban.

A pocos días de cambiar de destino dice: “No quiero pecar de pesimista, pero siento que hace años que los narcos vienen ganando la batalla”, concluye, con algo de dolor.

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