“No a la tentación de ser cristianos distantes de la carne sufriente de los demás”

“No a la tentación de ser cristianos distantes de la carne sufriente de los demás”

Francisco entrega el palio a los 28 nuevos metropolitanos: «El amor misericordioso supone ir a todos los rincones de la vida para alcanzar a todos, aunque eso le costase el “buen nombre”, las comodidades, la posición... el martirio»

«El amor misericordioso» de Dios supone ir a todos los rincones de la vida para alcanzar a todos, aunque eso le costase el “buen nombre”, las comodidades, la posición... el martirio». Hay que huir de la «tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Jesús toca la miseria humana, invitándonos a estar con él y a tocar la carne sufriente de los demás». Una mañana soleada y cielo despejado en Roma, después de los chubascos nocturnos: en el atrio de la basílica vaticana, el Papa Francisco celebra la misa por la fiesta de los santos Pedro y Pablo, patronos de la Ciudad Eterna, y bendice el palio de los nuevos arzobispos metropolitanos nombrados durante el último año. Es la franja de lana de cordero, decorada con cruces negras, que simboliza al Buen Pastor con su oveja sobre los hombros y el lazo especial que une a los obispos de las sedes metropolitanas con el Obispo de Roma. 

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Son 30 los arzobispos cuyos palios han sido bendecidos, aunque solo se encuentren en la Plaza San Pedro 28. Entre ellos están los pastores de Tokyo, París y la Ciudad de México. Los italianos son los nuevos arzobispos de Sassari, Ancona-Osimo, Fermo y Lecce. También está el nuevo arzobispo de La Plata, el argentino Víctor Manuel Fernández, estrecho colaborador de Bergoglio. Hasta hace algunos años el Pontífice imponía el palio en los hombros de los metropolitanos, pero Francisco quiso renovar la ceremonia para que la imposición se lleve a cabo en las respectivas diócesis, con el objetivo de permitir que los fieles participen en el rito. Con el Papa concelebran también los nuevos 14 cardenales creados durante el Consistorio de ayer, 28 de junio.  

 

Antes de comenzar el rito, Bergoglio fue a rezar a la tumba de Pedro, en compañía del metropolitano ortodoxo Job, arzobispo de Telmessos y representante del Patriarca Ecuménico de Constantinopla Bartolomé. Precisamente hace cincuenta años, en 1968, Pablo VI anunció oficialmente la identificación de los huesos del apóstol fundador de la Iglesia de Roma, hallados en las criptas que se encuentran bajo el altar de la Confesión por la arqueóloga Margherita Guarducci.  

 

El color de la misa es el rojo, símbolo del martirio: Pedro y Pablo son mártires. Francisco, en la homilía, citando a su predecesor Benedicto XVI (que ayer lo honró besándole la mano, durante la visita que le hizo junto con los nuevos cardenales), recordó que la tradición «no es una transmisión de cosas muertas o palabras sino el río vivo que se remonta a los orígenes, el río en el que los orígenes están siempre presentes». 

  

Todo e Evangelio del día, explica Francisco, «busca responder a la pregunta que anidaba en el corazón del Pueblo de Israel y que tampoco hoy deja de estar en tantos rostros sedientos de vida: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”». Es decir, ¿Jesús es el Mesías esperado?. Y Pedro no tiene dudas: «Tú eres el Hijo de Dios vivo». El Papa dice que la respuesta afirmativa de Pedro, su acto de fe, se basa en lo que el apóstol ha visto: «Jesús, el Ungido, que de poblado en poblado, camina con el único deseo de salvar y levantar lo que se consideraba perdido: “unge” al muerto, unge al enfermo, unge las heridas, unge al penitente, unge la esperanza. En esa unción, cada pecador, perdedor, enfermo, pagano —allí donde se encontraba— pudo sentirse miembro amado de la familia de Dios. Con sus gestos, Jesús les decía de modo personal: tú me perteneces». 

  

«Como Pedro – continúa Bergoglio –, también nosotros podemos confesar con nuestros labios y con nuestro corazón no solo lo que hemos oído, sino también la realidad tangible de nuestras vidas: hemos sido resucitados, curados, reformados, esperanzados por la unción del Santo». Francisco después recordó el paso siguiente del Evangelio, en el que Jesús anuncia a los suyos cuál destino le esperaba en Jerusalén (sufrimiento, muerte y resurrección), porque «el Ungido de Dios lleva el amor y la misericordia del Padre hasta sus últimas consecuencias. Tal amor misericordioso supone ir a todos los rincones de la vida para alcanzar a todos, aunque eso le costase el “buen nombre”, las comodidades, la posición... el martirio».  

 

Pero, ante este anuncio, «tan inesperado, Pedro reacciona: “¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte”, y se transforma inmediatamente en piedra de tropiezo en el camino del Mesías; y creyendo defender los derechos de Dios, sin darse cuenta se transforma en su enemigo (lo llama “Satanás”)». El Papa invita, pues a «aprender a conocer las tentaciones que acompañarán la vida del discípulo. Como Pedro, como Iglesia, estaremos siempre tentados por esos “secreteos” del maligno que serán piedra de tropiezo para la misión. Y digo “secreteos” porque el demonio seduce a escondidas, procurando que no se conozca su intención». 

  

En cambio, explicó el Pontífice, «participar de la unción de Cristo es participar de su gloria, que es su Cruz: Padre, glorifica a tu Hijo... “Padre, glorifica tu nombre”. Gloria y cruz en Jesucristo van de la mano y no pueden separarse; porque cuando se abandona la cruz, aunque nos introduzcamos en el esplendor deslumbrante de la gloria, nos engañaremos, ya que eso no será la gloria de Dios, sino la mofa del “adversario”».  

 

«No son pocas las veces – explicó Francisco – que sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Jesús toca la miseria humana, invitándonos a estar con él y a tocar la carne sufriente de los demás. Confesar la fe con nuestros labios y con nuestro corazón exige — como le exigió a Pedro— identificar los “secreteos” del maligno. Aprender a discernir y descubrir esos cobertizos personales o comunitarios que nos mantienen a distancia del nudo de la tormenta humana; que nos impiden entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y nos privan, en definitiva, de conocer la fuerza revolucionaria de la ternura de Dios». 

    

«Al no separar la gloria de la cruz – concluyó el Papa –, Jesús quiere rescatar a sus discípulos, a su Iglesia, de triunfalismos vacíos: vacíos de amor, vacíos de servicio, vacíos de compasión, vacíos de pueblo. La quiere rescatar de una imaginación sin límites que no sabe poner raíces en la vida del Pueblo fiel o, lo que sería peor, cree que el servicio a su Señor le pide desembarazarse de los caminos polvorientos de la historia. Contemplar y seguir a Cristo exige dejar que el corazón se abra al Padre y a todos aquellos con los que él mismo se quiso identificar».  

 

En millones de rostros, todavía en la actualidad, recordó Bergoglio, sigue existiendo la pregunta: «“¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”. Confesemos con nuestros labios y con nuestro corazón: “Jesucristo es Señor”. Este es nuestro “cantus firmus” que todos los días estamos invitados a entonar. Con la sencillez, la certeza y la alegría de saber que «la Iglesia resplandece no con luz propia, sino con la de Cristo. Recibe su esplendor del Sol de justicia, para poder decir luego: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”», como decía San Ambrosio. 

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