El sacerdote que andaba en bicicleta

El sacerdote que andaba en bicicleta

En el libro que publica editorial Sudamericana, Barral desarrolla “una historia de la Iglesia en la Argentina contada desde abajo”. Aquí, un fragmento del capítulo sobre José Piguillem, el cura Pepe de Moreno.

 

Por María Elena Barral

El 20 de agosto de 1976, José Piguillem llegaba en su bicicleta al barrio Parque Gaona. Iba a la casa donde vivía junto a Luis Dourron, un jesuita recientemente incorporado a la diócesis de Morón. Cuando faltaba una cuadra, un conscripto lo paró y le dijo que no podía pasar porque estaban haciendo un procedimiento en la casa del cura. O sea, él. El joven no lo reconoció. Probablemente no lo conocía y tampoco podía descubrir en ese hombre de 45 años a un sacerdote. No había señas evidentes de esa condición. El cura Pepe, como lo llamaban sus feligreses, casi nunca llevaba la típica camisa sacerdotal gris o negra con la tira blanca en el cuello y, mucho menos, sotana. Andaba en bicicleta, con jeans gastados y, en verano, con sandalias. No se apreciaban imposturas propias del “estado clerical” ni en el atuendo, ni en su actitud.

Piguillem tampoco había advertido que lo buscaban a él cuando le impidieron pasar a su casa. En alguna medida lo sorprendió que las amenazas que había recibido se concretaran de ese modo. Aunque el mensaje que le habían hecho llegar era claro: debía irse; de lo contrario, le pasaría lo mismo que a Angelelli, el obispo de La Rioja, asesinado apenas unas semanas antes.

El ultimátum no apartó al cura de su parroquia y solo lo alejó de su casa la mayoría de las noches. Dormía allí una vez por semana, los jueves, para no perder contacto con su nuevo compañero de vivienda, Dourron, que venía de la experiencia de la villa del Bajo Flores junto a Orlando Yorio y Francisco Jálics. Ambos habían sido secuestrados en mayo del mismo año y, para esa fecha, ya se encontraban en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Los militares tenían esa información y por eso los estaban esperando. Su bicicleta –y su imperceptible aspecto de cura– lo salvó y le permitió “salir pedaleando como nunca en mi vida”, tal como él lo cuenta cada vez que habla de lo que sucedió aquella noche.

No bien consiguió un teléfono, Piguillem llamó a su obispo, Miguel Raspanti, quien al día siguiente lo mandó a buscar y lo alojó en la Catedral de Morón. Lo hizo a pesar del pánico del sacerdote local, muy temeroso de que los militares lo fueran a buscar allí.

Sin embargo, la primera reacción del obispo fue de sorpresa. “Me dijeron que no iban a tocar a nadie sin avisarme”, fueron las palabras de Raspanti al enterarse de lo que había sucedido esa fría noche de agosto del 76. Casi sin quererlo, el obispo reveló un dato central: la jerarquía eclesiástica por lo menos no ignoraba lo que estaba sucediendo (…)

Pepe Piguillem recorría en bicicleta las distintas capillas de lo que en aquel momento era la parroquia San José: La Perlita, La Perla, Jardines, Lomas de Moreno, La Victoria, Santa María… Para esos años el partido de Moreno había dejado de ser una zona de quintas de fin de semana para integrar el segundo cordón del Gran Buenos Aires, que iba adoptando un perfil industrial y, por ello, recibía cada vez más migrantes de distintas provincias atraídos por nuevas posibilidades laborales. En las décadas de 1960 y 1970 ya se apreciaba esa tensión entre las antiguas casas quintas –que se encontraban apenas resguardadas por un cerco de ligustrina– y los barrios y asentamientos populares que aumentaban a un ritmo acelerado.

A medida que se conformaban estos barrios, surgía la necesidad de una capilla. Al principio las misas se hacían en las casas de las familias, pero mucha gente quería tener un lugar para los bautismos y las comuniones, un tipo de sacramentos que daba lugar a fiestas y reuniones familiares en las cuales no se reparaba en gastos. Por eso las capillas habían surgido como iniciativa de estas comunidades en formación y pese a las resistencias del propio sacerdote. Según el padre Pepe, no hacían falta: iglesias eran lo que sobraba y lo que hacía falta eran cristianos (…)

En el barrio La Victoria alquiló una casa donde comenzó a armar una comunidad junto a algunos seminaristas, ex seminaristas y otros jóvenes tanto de clase media como de los barrios. También había un carpintero y un místico que luego se hizo monje trapense y se fue a Azul. En un momento la bautizaron Comunidad Ceferino Decapitado por la estatuilla sin cabeza que encontraron por azar en la ventana de la casa. Esta experiencia comunitaria marcó la vida de muchos. Entre ellos la de Raúl Morello, actualmente médico psiquiatra y, en los últimos treinta años, secretario de Salud de Moreno y director del hospital de Lago Puelo. Raúl, a los diecisiete años, también dejó su casa del centro, cercana a la estación del tren Sarmiento, para vivir en otra común y corriente del barrio, que no parecía la de un cura y para llegar a la cual era necesario caminar varias cuadras de tierra desde la ruta 23.

Si desde afuera no se percibían grandes diferencias con el resto de las casitas del barrio, en su interior se daba una dinámica particular. Por empezar, al traspasar la entrada se encontraba el telar en el cual el sacerdote hacía sus tapices, muchos de los cuales vendía para el mantenimiento de la casa. Había dos grandes habitaciones con tres camas cada una, dos baños, una sala de estar y una cocina, donde una cartelera indicaba el reparto semanal de las actividades de la casa: cocinar, hacer las compras o limpiar.

En esa comunidad se reflexionaba sobre los documentos del Concilio Vaticano II y los de Medellín a lo largo de extensas reuniones que terminaban con cenas improvisadas, en general a base de arroz o fideos, y también celebrando misa con poco más que un mantel blanco, pan y vino, el Evangelio y un cirio. Morello recuerda aquellos momentos en los que lo doméstico se volvía sagrado en un instante. Cuando comenzó a descubrir ese mundo como catequista se dio cuenta de que esa sacralidad instantánea era uno de los rasgos que su nueva casa compartía con las otras casas del barrio.

Según el propio relato de Morello, fue en ese contacto con una cultura que me habían enseñado a despreciar que se hizo peronista al lado del pueblo. Lo hizo de una forma particular, por la vía de la iglesia de los Pobres y de un cura que había encontrado en el MSTM un marco para llevar a cabo su ministerio.

Algunos años después, en mayo del 77, cuando la dictadura ya se había instalado y perfeccionaba su aparato represivo, Raúl Morello, con gran ingenuidad, intentaba explicar esta experiencia a sus torturadores, que insistían en vincularlo con el equipo de sanidad de la Columna Oeste de Montoneros. Una de las pruebas irrefutables de su pertenencia a la organización era que el cancionero de la misa incluía la marcha peronista (…)

El 27 de diciembre de 2014 José Piguillem celebró sus cincuenta años de cura. Los festejos de las bodas de oro tuvieron lugar en la “iglesia rara”, la parroquia Santa María de Guadalupe de Moreno. Había sido una de las siete capillas de la parroquia San José, a cargo de Pepe durante décadas. Su aspecto “raro” se debe a la arquitectura “casablanquista”, que era bastante más que una corriente arquitectónica y buscaba crear formas propias y construidas con los elementos de la tierra. Desde este movimiento se planteaba, como en toda la propuesta de su autor, Claudio Caveri, no hay pensamiento sin suelo y que no hunda los pies en un lugar. Las coordenadas para pensarse en el presente se encontraban en esta obra con las de otro movimiento: el MSTM.

En esta iglesia Pepe festejó su 50º aniversario como cura y celebró una misa junto con el obispo de Merlo-Moreno, Fernando Maletti, Gabriel Barba, obispo de Laferrere, que había sido cura en Moreno, y otros sacerdotes. A la salida de la misa, una radio local lo entrevistó y el periodista le preguntó cómo se sentía. Piguillem contestó que sentía “mucha alegría, mucho agradecimiento, sobre todo a la gente, porque sin la gente, sin el pueblo, no hay cura. El cura, el sacerdote siempre es el fruto del pueblo” (…)

Luego de la misa llegaron el choripán y también los festejos. Mesas simples con centros de mesa improvisados, fuentes con ensalada y, después, pastafrolas y pasteles. También hubo un video homenaje que repasaba algunos momentos centrales de su vida: fotos de la infancia, otras actuando en una obra de teatro en su época de estudiante de Medicina, algunos campamentos, bautismos, el exilio y su telar. Entre quienes dieron testimonios estuvieron la hermana Mercy Marta Barry, Lela Rodríguez, sus sobrinos nietos, matrimonios de la época de los 70 y jóvenes que participan en la actualidad en distintas iniciativas que aún impulsa Pepe, como un Plan Fines en la capilla al lado de su casa, la misma casa en la que en agosto del 76 lo esperaban los militares.

El video homenaje que le regalaron en esa fiesta terminaba con una música conocida. No era una canción de misa, pero en algún momento estuvo en los cancioneros de la parroquia. Sonaba la marcha peronista en una versión instrumental ejecutada con sikus. Los asistentes la escuchaban emocionados con la convicción de una pertenencia que es política y religiosa a la vez. Había una ideología que permitía unir ambas identidades.

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