Por Juan B. González Saborido
“El otro tiene que vivir para que yo pueda vivir. La naturaleza tiene que vivir para que yo, ser natural que soy parte de la naturaleza, pueda vivir.”(Franz Hinkelammert)
Hay un planteo que debe estar en los cimientos de la sociedad moderna y es que el derecho a la vida constituye un valor supremo cuya titularidad corresponde a todos los individuos de la especie humana y cuya violación es de carácter irreversible ya que produce la desaparición del titular de dicho derecho. Por lo tanto, la defensa de la vida desde su inicio, sobre todo si es débil y vulnerable como la del niño por nacer, es el fundamento de la convivencia humana y de la comunidad política. Por ese motivo, la desvalorización de la dignidad del niño por nacer y de su derecho a una vida plena, implica –se reconozca o no- una profunda deshumanización de la persona en su conjunto y la consecuente deshumanización de toda la sociedad. En la práctica, es negar que en cada persona, ya desde su concepción, se asienta el misterio de la vida y se vislumbra la presencia de lo eterno.
Esta desvalorización produce la paulatina instalación de la cultura del descarte en todos los
ámbitos de nuestra sociedad ya que si hay vidas humanas que son descartables, porque recién
se inician, porque son dependientes, porque no son deseadas, entonces se hiere directamente
al rostro del hombre en su conjunto.
Debemos ser muy cuidadosos en esto porque cuando a la persona humana la despojamos de su dignidad simultáneamente la empezamos a degradar, a darle el trato de cosa, de objeto y luego, como consecuencia de ello, empezamos a poner en duda e incluso hasta negar, sus derechos fundamentales. Así, por ejemplo, el derecho a la vida, al trabajo, a la tierra, a la vivienda digna ingresan en un brumoso manto de incertidumbre y relativización.
Debemos tomar conciencia de que, si como sociedad no defendemos a la vida humana y su
dignidad eminente en todos sus estadios y si no sostenemos firmemente que toda vida es
valiosa, corremos el riesgo de que más temprano que tarde, se materialice definitivamente un
dominio de la tecnología y del sistema económico sobre la vida, que termine finalmente por
negarla1 y que se termine imponiendo una cultura donde la persona es algo superfluo y fungible.
Estos dos fenómenos – el dominio de la tecnología y del sistema económico sobre la vida-
tienden, hoy en día, a implantarse de manera indolora eclipsando progresivamente, hasta
anular, el valor fundamental de la persona en tanto santuario y promesa, frágil aunque
inalienable, de una vida –única e irrepetible- que contiene en su corazón el «gusto de lo eterno».
La mercantilización de la persona y de la vida significa, ante todo, un conjunto de conductas, de ideologías, estrategias económicas, opciones sociales y políticas por las cuales la vida (la del otro, pero en el fondo la propia) pierde su estatuto de santuario que abriga el misterio del ser para convertirse en una mercancía por el frenesí de poseer.
Estas características se acentúan cada vez más y parecen haber llegado hasta un punto sin
retorno. Hemos llegado a un nivel en donde el sistema de producción y consumo está tan
dominado por el ánimo de lucro que nos impide contemplar el misterio de la vida y de la
naturaleza. Y en nuestra ceguera, no dudamos en sacrificar vidas humanas y en dañar sin
remedio nuestra casa común comprometiendo la sustentabilidad del planeta, guiados por una
razón instrumental que se erige como última instancia de la acción.
Esta lógica, explícita o implícitamente, es la que está presente cuando se niega el derecho a
vivir a la persona por nacer. Se le niega su eco de eternidad, su carácter único e irrepetible, en
su primera fase de desarrollo. La persona ya no es “alguien” que está llamado a la aventura
de la vida para vivirla con plenitud y dignidad sino que se transforma en “algo” que puede ser
eliminado. En simple material biológico que puede ser desechado.
Ahora bien ¿cuándo comienza la vida humana? ¿Qué dice la ciencia? Pues bien, para la Academia Nacional de Medicina, la vida humana comienza con la fecundación: se trata de un hecho científico con demostración experimental; no solo un argumento metafísico o una hipótesis teológica.
En efecto, en el momento de la fecundación la unión del pronúcleo femenino y masculino dan lugar a un nuevo ser con su individualidad cromosómica y con la carga genética de sus progenitores.
Corroborando lo sostenido por la Academia Nacional de Medicina existen importantísimas
investigaciones. Por ejemplo: un grupo de investigadores dirigidos por el genetista Yukinori
Okada, publicó en el año 2010 en la prestigiosa revista Nature, un estudio titulado “Un papel
para el complejo delongador en la desmetilación del genoma paterno cigótico”. Allí sostuvieron que: “El ciclo de vida de los mamíferos comienza cuando un espermatozoide entra en un óvulo”.
Por su parte, una investigación dirigida por la Doctora en Biología Janetti Signorelli titulada
“Quinasas, fosfatasas y proteasas durante la capacitación de los espermatozoides” en 2012,
concluyó que: “La fertilización es el proceso por el cual los gametos haploides macho y hembra
(espermatozoide y óvulo) se unen para producir un individuo genéticamente distinto”.
Asimismo, en 2015, en la última edición de su libro “El Desarrollo Humano: Embriología
orientada clínicamente”2, los científicos Keith Moore, TVN Persaud y Mark Torchia aseguraron
que: “... el desarrollo humano es un proceso continuo que comienza cuando un ovocito de una
hembra es fertilizado por un esperma de un macho”, y que: “El desarrollo humano comienza en la fertilización cuando un espermatozoide se funde con un ovocito para formar una sola célula, el cigoto”.
Es decir, la medicina, la genética, las ciencias biológicas y la embriología, en forma mayoritaria
predican que el embrión es un verdadero individuo de la especie humana. Estas conclusiones, a su vez, ya habían sido señaladas por Lejeune (descubridor de la trisomía del cromosoma 21, que origina el síndrome de Down), en el sentido de que desde el momento mismo de la concepción hay un individuo de la especie humana.
Por esta razón es que ya desde la concepción al individuo de la especie humana lo
denominamos persona y el derecho lo denomina persona por nacer. Y lo reconoce como
sujeto de derechos y principalmente le reconoce la titularidad del derecho a la vida a partir de
dicho momento.
No obstante lo dicho, podemos legítimamente preguntarnos: La legalización del aborto,
¿responde a una cuestión de salud pública? ¿Es cierto que son cientos de mujeres que mueren
por realizarse abortos clandestinos? ¿Qué nos dicen los datos del Ministerio de Salud?
Primero, de acuerdo a lo que hemos visto más arriba, surge que el debate sobre la legalización
del aborto involucra, fundamentalmente, una cuestión humana y no de salud pública. Además,
el embarazo difícilmente pueda calificarse como una enfermedad.
Empero, según datos del Ministerio de Salud de la Nación3 , en el año 2016 fallecieron en
Argentina 245 mujeres mientras estaban embarazadas o dentro de los 42 días siguientes a la
terminación del embarazo, por causas relacionadas con o agravadas por el embarazo. Dichos
datos representan una Tasa de Mortalidad Materna de 3,4 por cada 10.000 nacidos vivos.
Si queremos hilar más fino, el análisis de la tasa de mortalidad materna por causas agregadas en el país en dicho año 2016 presenta las siguientes características: Las causas obstétricas directas son responsables 135 muertes, representando el 55,1 % de las defunciones maternas, las causas obstétricas indirectas son responsables de 67 muertes, representando el 27,3% y el aborto provocado o inducido es responsable de 43 muertes, representando el 17,5%. Al desagregar las causas de defunciones maternas directas, aparecen en primer lugar las complicaciones del puerperio, que incluyen la sepsis puerperal (16,7%), luego siguen los trastornos hipertensivos (13,8%), y a continuación las hemorragias (6,9%). Se trata en casi todos los casos de causas de muerte evitables.
Esto implica, concretamente, que murieron aproximadamente 202 mujeres en el parto o en el
posparto por las precarias condiciones de salud con las que llegaron a esa instancia o por las
graves deficiencias del sistema de salud pública y que 43 mujeres fallecieron como
consecuencia de un aborto espontáneo o inducido.
Por consiguiente, estos datos marcan las prioridades en materia de políticas públicas para
proteger la vida y la salud de todas las mujeres. En ese sentido, más que legalizar el aborto, lo
que debemos hacer es fortalecer las políticas de protección a la mujer embarazada,
especialmente a la que está en riesgo, para disminuir las muertes evitables.
En el debate sobre este asunto, muchos afirman que la decisión de abortar o no es una cuestión de creencias personales o de conciencia individual y que no se pueden imponer las creencias de uno a los demás.
Pues bien, la afirmación por la vida no se reduce sólo a un problema de creencias personales,
u opciones individuales, como si se trataran de meras acciones privadas. Por el contrario, es
una cuestión mucho más elemental, que involucra una doble connotación: el deber vivir de
cada uno y el correspondiente derecho de vivir de todos y cada uno.
De este deber/derecho de vivir han de derivarse todos los valores vigentes, valores que hagan
posible el deber y el derecho de vivir; pero también, que fundamente todo el orden político
económico y social: el sistema de propiedad, las estructuras sociales y las formas de cálculo
económico, las normas de distribución del producto, los patrones de consumo, es decir, las
instituciones de la economía. La misma posibilidad de la vida desemboca en estas exigencias. El derecho/deber de vivir lejos, de tratarse de una cuestión “privada”, debería ser el fundamento de todo el orden político, económico, social y jurídico.
Otros aspecto decisivo es que el derecho/deber de vivir de todos presupone un hecho previo
que es el mutuo reconocimiento entre los seres humanos como seres naturales y necesitados
ya que cada ser humano depende del otro, sustenta al otro, participa en el desarrollo del otro,
comulgando de un mismo origen, de una misma aventura y de un mismo destino común. Estas
características: la dependencia y el ser necesitados, se dan con particular intensidad en los
niños por nacer.
Desmond Tutu, el obispo anglicano sudafricano premio Nobel de La Paz en 1984, ha hecho una
formulación sucinta de este argumento: “Yo soy solamente si tú también eres”. No se trata de
una simple afirmación moral o ética, si bien de ella podemos sacar conclusiones tanto morales
como éticas. Es una afirmación sobre la realidad en la que vivimos como seres humanos, es un
juicio empírico, un postulado de la razón práctica4
. Todos estamos implicados en la aventura de la vida de los demás, porque somos sociables por naturaleza. Para concluir, sólo a partir de este reconocimiento del otro como ser natural y necesitado, el ser humano llega a tener derechos y no puede ser reducido a un objeto de simples opciones de parte de él mismo o de los otros. Es, por tanto, el reconocimiento de que el punto de referencia básico, fundamental para la evaluación de cualquier ley, o política de salud, o incluso de toda organización económica institucionalizada, debe ser el ser humano en comunidad, como sujeto viviente, la corporalidad del sujeto, sus necesidades y derechos.
Este punto de partida no puede ser el deseo o el derecho absoluto de la madre a decidir si el
niño por nacer va a vivir o a morir por cuestiones subjetivas. Eso es legitimar un individualismo
egocéntrico que daña a toda la sociedad, disuelve los lazos sociales y por ello es inaceptable.
1 Sobre la influencia de la tecnología en el distanciamiento y olvido del otro, ver de Byung Chul Han La sociedad de la Trasparencia, 1era. Ed., Barcelona, Herder, 2013.
2 Published 6th April 2015 Imprint: Saunders © Saunders 2016, eBook ISBN: 9780323313513.
3 Consulta en línea en: http://www.deis.msal.gov.ar/wp-content/uploads/2016/09/2016-Tabla40.html con fecha 3 de julio de 2017.
4 Hinkelammert, Franz et Mora Jimenez, Henry “Hacia una economía para la vida” San José de Costa
Rica, 2006.
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