El perfil del Papa según Ratzinger: ni gran erudito ni gran diplomático, sino hombre de Dios

El perfil del Papa según Ratzinger: ni gran erudito ni gran diplomático, sino hombre de Dios

Las palabras que pronunció el entonces arzobispo de Múnich en un viaje a Ecuador: se tiene que ver «que rece, que crea, que encarne la santidad»

El Papa no debe ser un gran erudito, ni un gran diplomático, sino simplemente un hombre de Dios. La «primera cualidad» para ser Papa no es diferente de la que se necesita para ser sacerdote: no la «superioridad intelectual» o la «capacidad organizativa», sino una «huella de santidad». 

  

En los últimos días se está discutiendo y polemizando sobre la carta con la que Benedicto XVI desmintió el «prejuicio insensato» que lo pinta solo como un «teórico» y a su sucesor como carente de formación teológica. Vale la pena recuperar algunas perlas olvidadas del magisterio de Joseph Ratzinger, que nos devuelven su auténtico pensamiento, tan alejado de algunos “clichés” en los que él mismo ha sido disminuido, tanto por ciertos sectores progresistas como por ciertos autoproclamados “ratzingerianos”.  

  

  

El iluminadora la lectura de algunas páginas del volumen XII de la “Opera Omnia” de Joseph Ratzinger, editada por la Librería Editrice Vaticana en 2013. Se titula “Anunciadores de la Palabra y servidores de vuestra alegría”. Se trata de un discurso que pronunció en septiembre de 1978 el entonces cardenal arzobispo de Múnich y Frisinga durante un encuentro con los sacerdotes de Ecuador, a donde el futuro Papa viajó para participar como delegado pontificio para el Congreso Mariano Nacional de Guayaquil. Precisamente allí, en Ecuador, Ratzinger se enteró de la noticia de la muerte del Papa Luciani. 

  

El cardenal recordó en esa ocasión, refiriéndose al Cónclave que se había llevado a cabo durante el mes de agosto con el que fue elegido, a la velocidad de la luz, Juan Pablo II, que «antes de la elección del Papa fue singular el hecho que con quien se hablara, religiosos o laicos, creyentes o no creyentes, católicos o no católicos, todos subrayaban lo mismo: elijan sobre todo a un hombre de Dios». 

  

«El Papa –continuó Ratzinger esbozando un perfil basado en la simple tradición de la Iglesia– no debe ser un genio, no debe ser un gran diplomático, ni un gran erudito, sino un hombre de Dios: un hombre que se vea que rece, que crea; un hombre que encarne la santidad». 

  

«Lo que vale para el Papa –afirmó el futuro Benedicto XVI, nuevamente volviendo a proponer los elementos fundamentales de la tradición–, vale fundamentalmente para cada sacerdote. La primera cualidad que se espera de él no es la capacidad organizativa o la superioridad intelectual, sino una huella de santidad». 

  

Ratzinger observó en esa ocasión que «a la larga se puede desempeñar este ministerio solamente si se está profundamente arraigado en Dios, solamente si se vive interiormente en constante relación con el Señor. Por ello, la oración, incluso la oración contemplativa, es importante». 

  

En otro pasaje del mismo discurso, el entonces arzobispo de Múnich de Baviera, propuso reflexiones que se reflejarían en su misma biografía y en su ser “Papa emérito”. Al referirse al sacerdote, afirmó: «Tampoco puede ser un trabajo a tiempo determinado: la grandeza del trabajo sacerdotal radica en que ofrece, a cada edad, una específica oportunidad. El sacerdote nunca es un fierro viejo… Cada edad tiene su específica importancia: el fervor de los jóvenes es importante cuanto la madurez de los ancianos. Precisamente la sabiduría, la calma, el sufrimiento de estos últimos son un verdadero aporte, que demuestra que el trabajo del sacerdote siempre es significativo y capaz de empeñar al hombre hasta el final». 

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