El Papa: la obediencia formal reduce el Decálogo a una máscara

El Papa: la obediencia formal reduce el Decálogo a una máscara

En la Audiencia general, Francisco llegó al décimo Mandamiento: «Todos los pecados nacen de un deseo malvado», transgredir no es solo algo legal, sino que hiere a uno mismo y los demás

«Los preceptos de Dios pueden reducirse a ser solo una bella fachada de una vida que, como sea, sigue siendo una existencia de esclavos y no de hijos»: el Pea advirtió sobre una «obediencia literal» de los Diez Mandamientos, que detrás de la «máscara farisea de la corrección asfixiante» oculta «algo feo y no resuelto». Francisco subrayó, durante la Audiencia general, que al pasar el límite indicado por la ley bíblica, el hombre no lleva a cabo una transgresión «formal legal», sino que «se hiere a sí mismo y a los demás». En cambio, al «tocar el corazón del hombre», el Decálogo lo lleva «a su verdad, es decir a su pobreza, que se convierte en apertura auténtica y personal a la misericordia de Dios, que nos transforma y nos renueva». 

 

El Papa Francisco llegó al final de un ciclo de catequesis que ha dedicado, cada miércoles, a los Diez Mandamientos. Hoy reflexionó sobre el décimo: «Estas no solo son las últimas palabras del texto, sino mucho más: son el cumplimiento del viaje a través del Decálogo, tocando el corazón de todo lo que se nos ha entregado en él», explicó Jorge Mario Bergoglio. También subrayó que «bien visto, no añaden ningún contenido nuevo: las indicaciones “no desearás a la mujer […] ni lo que pertenezca a tu prójimo”, están, por lo menos, latentes en las órdenes sobre el adulterio y sobre el robo; ¿cuál es, entonces, la función de estas palabras? ¿Es un resumen? ¿Es algo más? Tengamos bien presente —recordó el Papa— que todos los mandamientos tienen la tarea de indicar la frontera de la vida, el límite más allá del cual el hombre se destruye a sí mismo y al prójimo, arruinando su relación con Dios. Si vas más allá, te destruyes a ti mismo y destruyes la relación con Dios y destruyes la relación con los demás. Los mandamientos nos indican esto». 

 

Mediante el décimo de ellos se resalta «que todas las transgresiones nacen de una común raíz interior: los deseos malvados», dijo el Papa. «Todos los pecados nacen de un deseo malvado, allí comienza a moverse el corazón y uno entra en esa ola y acaba en una transgresión, no una transgresión formal legal, en una transgresión que hiere a sí mismo y a los demás. En el Evangelio lo dice explícitamente el Señor Jesús: “es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino”. Una buena lista, ¿eh? Lo repito porque nos hace bien a todos escuchar las raíces malvadas: “Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre”». 

 

«Comprendemos entonces que todo el recorrido que traza el Decálogo no tendría ninguna utilidad si no llegara a tocar este nivel, el corazón del hombre», insistió el Papa: «El Decálogo se muestra lúcido y profundo sobre este aspecto: el punto de llegada de este viaje es el corazón, y si este no es liberado, lo demás sirve para poco. Este es el desafío: liberar el corazón de todas estas cosas malvadas y feas». 

 

«Los preceptos de Dios pueden reducirse solo a ser la bella fachada de una vida que, como sea, sigue siendo una existencia de esclavos y no de hijos. A menudo, tras la máscara farisea de la corrección asfixiante se oculta algo feo y no resuelto. Por el contrario, debemos dejarnos desenmascarar por estos mandamientos sobre el deseo, porque nos muestran nuestra pobreza, para conducirnos a una santa humillación». 

 

El hombre, prosiguió el Papa, necesita «esta bendita humillación: esa por la cual descubre que no puede librarse él solo, esa por la que clama a Dios para ser salvado» y «es vano pensar en purificar nuestro corazón en un esfuerzo titánico de nuestra voluntad: esto no es posible. Hay que abrirse a la relación con Dios, en la verdad y en la libertad: solo de esta manera nuestros esfuerzos pueden dar fruto: porque está el Espíritu Santo que nos saca adelante. La tarea de la Ley bíblica no es el de ilusionar al hombre con que una obediencia literal le lleve a una salvación artificial y, por lo tanto, inalcanzable. La tarea de la Ley es llevar al hombre a su verdad: es decir a su pobreza, que se convierte en apertura auténtica y personal a la misericordia de Dios, que nos transforma y nos renueva. Dios es el único capaz de renovar nuestro corazón», dijo el Papa, con la condición de que «nosotros le abramos el corazón a Él: Él hace todo, pero abramos el corazón». 

 

«Nos engañamos a nosotros mismos si pensamos que nuestra debilidad se supera sólo con nuestras fuerzas, en virtud de una observancia externa. Debemos suplicar, como mendigos, la humildad y la verdad que nos pone frente a nuestra pobreza, para poder aceptar que sólo el Espíritu Santo puede corregirnos, dando a nuestros esfuerzos el fruto deseado. Esa verdad es apertura auténtica y personal a la misericordia de Dios que nos transforma y renueva», aseguró en español.  

 

Al concluir la catequesis resonó en la boca del Pontífice la bienaventuranza, como para grabar en el corazón de los fieles la importancia de la propia relación con Dios: «Bienaventurados los pobres de espíritu; aquellos que, no fiándose de sus propias fuerzas, se abandonan en Dios, que con su misericordia cura sus faltas y les da una vida nueva». 

 

 

En sus saludos a los peregrinos de lengua española, recordando la celebración de la Presentación de la Virgen María en el Templo, animó a que, «siguiendo su ejemplo, sean testigos de la misericordia de Dios en medio del mundo, comunicando la ternura y la compasión que han experimentado en sus propias vidas». 

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