El Papa y los migrantes: magisterio secular y reacciones rastreras

El Papa y los migrantes: magisterio secular y reacciones rastreras

La riqueza de las referencias que hay en el mensaje de Francisco corre el peligro de perderse en la parlantina de los comentarios políticos italianos y en las lecciones de los “maestros” de Doctrina social que cotidianamente pretenden enmendarle la plana al Pontífice

Por ANDREA TORNIELLI

 

Como era previsible, el mensaje del Papa para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2018 , en las últimas horas ha sido interpretado, analizado y comentado (con la habitual bajeza de algunos políticos y editorialistas) según una óptica exclusivamente italiana, reduciendo su alcance a esa única frase tras la que podía apreciarse una postura favorable a la ley sobre el “ius solis”. Como si Francisco no hubiera considerado las trágicas situaciones que se viven en muchos países, de África, por ejemplo, sino pensara solamente en cómo ofrecer su apoyo al gobierno del primer ministro italiano Paolo Gentiloni. 

 

A pesar de que al leer entre líneas el texto papal surja claramente la mirada universal y la referencia a situaciones que no tienen nada que ver con Italia –por ejemplo la advertencia en contra de las expulsiones colectivas o arbitrarias o la petición de que se garanticen los servicios básicos– sino que se pueden atribuir a emergencias en estados africanos, el automatismo de ciertas reacciones no se hizo esperar. Así como tampoco el acostumbrado “coté” de indicaciones por parte de los nuevos “maestros” de la Doctrina social cristiana que cotidianamente, desde sus púlpitos en línea enseñan al Papa qué es lo que debería escribir, sobre cuáles argumentos debería pronunciarse e incluso cómo debería hacerlo: también para estos últimos, de hecho, el mensaje de Francisco representa una ingerencia. 

 

La parlantina compuesta por reacciones descompuestas o pseudo-sabias impide, una vez más, apreciar cómo el Papa Francisco ha retomado el magisterio de sus predecesores para escribir su texto. Efectivamente, otros Pontífices no han dejado –no solo en los últimos años, sino en los últimos siglos– de alzar sus voces para defender a los migrantes, a los indígenas, a los esclavos, a las víctimas de la trata. Y han recordado que en los migrantes y refugiados los cristianos ven el reflejo de la Sagrada Familia de Nazaret, con el Hijo de Dios hecho hombre y que nació en la precariedad lejos de casa, y después obligado a huir a otro país porque pesaba una condena a muerte sobre su cabeza. Otros Pontífices también ha predicado la acogida y la integración, invitando a descubrir en el fenómeno migratorio oportunidades para los países de llegada. 

 

Se podría citar la bula “Immensa Pastorim Principis” de Benedicto XIV, del 20 de diciembre de 1741, dirigida a los obispos de Brasil y de los demás dominios portugueses, un texto en el que, renovando la condena de la esclavitud ya establecida por sus predecesores, el Papa Lambertini prohibía, so pena de excomunión, «reducir en servidumbre, vender, comprar, intercambiar o donar, separar de esposas e hijos, despojar de cosas y bienes, y deportar y trasladar a otros lugares, y de cualquier manera privar de la libertad y mantener en servidumbre» a los indígenas. Problemas aparentemente vinculados con el pasado, puesto que el tráfico de personas todavía existe. Pío X volvió a hablar sobre el argumento a principios del siglo XX, con una invitación que hoy parecería a los nuevos “maestros” un poco demasiado pauperista y demasiado “social”, en la encíclica del 7 de junio de 1912, “Lacrimabili statu”, también dedicada a los indígenas americanos; pedía que los obispos promovieran «con cualquier estudio todas aquellas instituciones que en vuestras diócesis estén orientadas hacia el bien de los indios» y que procuraran «instituir otras que parezcan útiles a tal objetivo». También invitaba a «todos los buenos» a ayudar «tanto con el dinero, los que puedan, como con otras industrias de la caridad», para favorecer «una empresa en la que se usen juntas las razones de la religión y las de la dignidad humana».  

 

Habría que esperar al primero de agosto de 1952, cuando todavía había en el mundo un enorme número de desplazados y refugiados por la guerra, para la constitución apostólica “Exsul familia” de Pío XII, la primera verdadera carta magna sobre las migraciones. El contexto histórico es el de la migración italiana y en el texto se cita «el cuidado incesante hacia los peregrinos con la institución de hospicios, hospitales e iglesias nacionales para los extranjeros» que la Iglesia siempre había ejercido. El Papa menciona las órdenes religiosas que se comprometían en el cuidado de los migrantes y de los extranjeros, recordando que también en la ciudad de Roma se crearon institutos y alojamientos, desde el siglo VIII, por disposición de los Pontífices.  

 

Diez años después de aquel documento, que comenzaba con la imagen de la Familia de Nazaret, y que también Francisco cita en la primera nota de su mensaje para la Jornada del Emigrante y del Refugiado 2018, también san Juan XXIII intervino sobre el tema. El Papa Roncalli, después de haber observado que «el emigrante, especialmente en el primer traslado, se puede decir un expropiado: de los afectos familiares, así como de la parroquia nativa, del propio país y de la lengua», observó que «la emigración es, principalmente, un hecho humano de vastas proporciones, del que son protagonistas hombres y mujeres, es decir personas concretas, con voluntad, cada una con sus problemas; personas capaces de grandes sacrificios para proveer una situación económica más decorosa, listas para adecuarse de cualquier manera al ambiente y a las asimilaciones culturales, según el plan de la Providencia. La emigración debe ser considerada como aportación de energías vivas, que deben llegar frescas y preparadas a costas acogedoras. Y, puesto que ofrecen una preciosa contribución a la economía de los diferentes países, es natural que se deban incluir en ellos con un proceso armonioso y constante, que no presente dolorosas facturas». 

 

Claro, se podrá decir: «estos pronunciamientos se referían a situaciones muy diferentes, por ejemplo a las de quienes se veían obligados a huir de Europa buscando trabajo». Pero el registro no cambia en tiempos más recientes, cuando los grandes movimientos migratorios provocados por el hambre, la sequía y las guerras resultaron cada vez más evidentes y difíciles de tratar. En el mensaje para la Jornada Mundial de las Emigraciones de 1985, san Juan Pablo II escribió: «En el ámbito de la emigración cualquier tentativo que trate de acelerar o retrasar la integración, o, como sea, la inserción, sobre todo si está inspirado en una supremacía nacionalista, política o social, no puede más que sofocar o perjudicar esa deseable pluralidad de voces que surge del derecho a la libertad de integración». Un año más tarde, el Papa Wojtyla afirmó que «la Iglesia insiste en que, para un Estado de derecho, la tutela de las familias, y en particular de las de los migrantes y refugiados, agravadas por ulteriores dificultades, constituye un proyecto prioritario inderogable». Proyecto que hay que poner en marcha «evitando cualquier forma de discriminación en la esfera del trabajo, de la habitación, de la sanidad, de la educación y de la cultura». 

 

En 1987, Juan Pablo II recordó, con palabras casi idénticas a las del Papa Francisco, que «Jesús quiso extender su presencia entre nosotros en la precaria condición de los necesitados, entre los que incluye explícitamente a los migrantes». Los países «ricos no pueden desinteresarse del problema migratorio y mucho menos cerrar las fronteras o endurecer las leyes, mucho más si el abismo entre los países ricos y los pobres, del que se originan las migraciones, se hace cada vez más grande». 

 

En 1992, Wojtyla, citando las noticias sobre los «movimientos de pueblos pobres hacia países ricos» y los «dramas de los prófugos rechazados en las fronteras», afirmó: «Con la propia preocupación los cristianos ofrecen testimonio de que la comunidad, a la que los migrantes llegan, es una comunidad que ama y acoge también al extranjero con la actitud alegre de quien sabe reconocer en él el rostro de Cristo». El Pontífice, además, recordó que «hace tiempo se migraba para buscar mejores perspectivas de vida: hoy se emigra de muchos países simplemente para sobrevivir. Tal situación tiende a borrar también la distinción entre el concepto de refugiado y el de migrante, hasta hacer que confluyan las dos categorías bajo el común denominador de la necesidad». Afirmó también que, para los países desarrollados, «el criterio para determinar el umbral de la soportabilidad no puede ser el de la simple defensa del propio bienestar, sin tener en cuenta las necesidades de los que se ven dramáticamente obligados a pedir hospitalidad. Las migraciones hoy crecen porque se distancian los recursos económicos, sociales y políticos entre los países ricos y los países pobres, y se estrecha el grupo de los primeros, mientras se extiende el de los segundos». En 1996, Juan Pablo II advirtió: «la condición de irregularidad legal no permite descuentos sobre la dignidad del migrante, quien cuenta con derechos inajenables, que no pueden ni ser violados ni ignorados». Y pidió también «vigilar contra el surgimiento de formas de neoracismo o de comportamiento xenófobo, que tratan de convertir a estos nuestros hermanos en chivos expiatorios de eventuales situaciones locales difíciles».  

 

En su primer mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado, Benedicto XVI escribió: «la Iglesia ve todo este mundo de sufrimiento y de violencia con los ojos de Jesús, que se conmovía frente al espectáculo de las multitudes vagantes como ovejas sin pastor. Esperanza, valentía, amor y fantasía de la caridad deben inspirar el necesario compromiso, humano y cristiano, para socorrer a estos hermanos y hermanas en sus sufrimientos». En el mensaje de 2007, hablando particularmente sobre las familias de los migrantes y de las reuniones familiares, el Papa Ratzinger pedía un compromiso para que «se garanticen los derechos y la dignidad de las familias y se les asegure un alojamiento en sintonía con sus exigencias». Mientras en su mensaje de 2009, Benedicto XVI invitó a «vivir en plenitud el amor fraterno sin distinciones de suerte y sin discriminaciones, en la convicción de que es nuestro prójimo quien necesita de nosotros y nosotros podemos ayudarlo». Y explicó, con el ejemplo de san Pablo, «que el ejercicio de la caridad constituye el culmen y la síntesis de toda la vida cristiana». 

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