El Papa: amor, alegría y sobriedad. Tres palabras para la santidad de todos los días

El Papa: amor, alegría y sobriedad. Tres palabras para la santidad de todos los días

El prefacio del Pontífice a un libro de San Juan Crisóstomo sobre las virtudes cristianas. Será publicado por las Ediciones Vaticanas en ocasión de la Cuaresma y de la Pascua

Francisco introduce el comentario de Juan Crisóstomo al pasaje de la Primera Carta a Timoteo, en el cual el apóstol Pablo invita a su discípulo a beber vino por su salud

 

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La vida cristiana consiste en descubrirse amados por Dios Padre incondicional y gratuitamente. Esta es la bella noticia del Evangelio que Jesús nos ha anunciado y testimoniado «hasta el fin» (Jn 13, 1), pero que se ha convertido en realidad para cada uno de nosotros el día del Pentecostés (cfr. Hch 2,1-13) – y en el pentecostés personal de cada uno de nosotros que es el Bautismo – cuando el Espíritu Santo, el Amor infinito del Padre por su Hijo, fue derramado en nuestros corazones. Verdaderamente somos amados como el Hijo Jesús, verdaderos hijos del Padre, auténticos hermanos y hermanas los unos para los otros.

 

Acoger este don gratuito cambia la vida y sobre todo transforma la mirada sobre la vida, sobre nosotros mismos, sobre los demás, sobre el presente, sobre el pasado y, sobre todo, sobre el tiempo que nos espera: el amor grande con el que somos amados (cfr. Ef 2,4) se manifiesta como esa luz cálida y fuerte que reviste de Sí la vida, la realidad, las relaciones. Como en un día de sol la naturaleza, e incluso nuestras ciudades, se vuelven más bellas, así la fe y la acogida del amor del Señor revelan cuán precioso, único e irrepetible es cada detalle de nuestra existencia, a pesar de los problemas, las dificultades y de nuestras incoherencias.

 

También por esto comencé mi exhortación apostólica sobre la santidad con esta invitación, tomada del Evangelio de Mateo (5,12): Gaudete et exsultate (alégrense y regocíjense). La alegría, que es claramente diferente de la euforia, es el sentimiento de un corazón bañado por el amor – incluso en medio de las pruebas de la vida – y es uno de los rasgos auténticos de la verdadera santidad, también la de la persona de «la puerta de al lado».

 

Es una alegría auténtica, simple, que permite saborear la oportunidad de bien que la vida nos ofrece, que se manifiesta, entre otras cosas, en una buena comida compartida, en una mirada de comprensión y apoyo y – ¿por qué? – en un brindis por un aniversario o un éxito de un amigo… Me refiero a esa alegría que se vive en comunión, que se comparte y se participa, porque «se es más beatos al dar que al recibir» (Hch 20, 35). El amor fraterno multiplica nuestra capacidad de alegría, puesto que nos vuelve capaces de alegrarnos por el bien de los demás.

 

A veces, por el contrario, también nosotros los cristianos demostramos que no sabemos alegrarnos verdaderamente de las cosas de la vida o porque corremos detrás de placeres ocasionales y pasajeros, o, viceversa, porque, encontrándonos víctimas de cierto rigorismo, somos tentados a no cambiar, a dejar las cosas como están, a elegir la inmovilidad, impidiendo de esta manera la acción del Espíritu, que lleva consigo la novedad de la alegría. La alegría, pues, es un fruto del discernimiento en el Espíritu Santo, que consiste precisamente en el constante arte de preferir el nosotros al yo y las personas a las cosas, a pesar de los miles de engaños que el mal y nuestro egoísmo nos tienden.

 

Efectivamente, esta alegría – que es una gracia verdadera – debe ser custodiada y protegida, así como la fe, las amistades, las relaciones: es decir, como todas las cosas importantes de la vida. Es una espontánea y sabia actitud que todos tenemos: cuando hay algo de valor, ya sea afectivo o económico, tenemos especial cuidado y es correcto que sea así.

 

La alegría del amor de Dios derramada en el corazón por el Espíritu Santo se custodia mediante la sobriedad, que es la capacidad de someter el deseo del placer y de la satisfacción personal a la medida de lo justo y de las relaciones intrapersonales. De hecho, nadie se salva solo, como individuo aislado, sino Dios nos atrae teniendo en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana.

 

Este libro contiene una breve homilía de San Juan Crisóstomo, un Padre de la Iglesia del IV siglo, famoso por su capacidad oratoria, sepultado en la Basílica de San Pedro, aquí en el Vaticano, en la que él comenta un breve pasaje de la Primera Carta de San Pablo a Timoteo, en la que lo invitaba a beber «un poco de vino» «a causa de tus frecuentes malestares estomacales» (1 Tm 5,23). De esta manera, San Juan Crisóstomo tiene oportunidad para enseñarle a los fieles que la Creación es buena, pero hay que saberla saborear, para descubrir que fue hecha precisamente para nosotros, por nuestro bien, como un don precioso, para que nos descubramos amados y podamos alegrarnos juntos. También San Francisco de Asís, afligido por un malestar estomacal, como en el convento los frailes no beben vino, bendijo un vaso de agua que milagrosamente se convirtió en un muy buen vino que le reestableció las fuerzas.

 

La sobriedad, pues, y la alegría, son dos actitudes que creo que pueden ayudarnos a vivir la Cuaresma en vista de la Pascua, que es precisamente la celebración de nuestra resurrección con Cristo, nuestra vida nueva, celebrada una vez para siempre en el Bautismo, aunque renovada en particular en cada Vigilia Pascual. ¿Qué es, de hecho, la vida de Cristo en nosotros sino una victoria del amor sobre nuestros miedos y preocupaciones por nosotros mismos, que nos permite, a nuestra vez, ser don, simple y cotidiano, en las pequeñas cosas, para el Señor y para los hermanos? «La comunidad que custodia los pequeños particulares del amor, donde los miembros se cuidan los unos a los otros y custodian un espacio abierto y evangelizador, es lugar de la presencia del Resucitado que la va santificando según el proyecto del Padre».

 

Es lo que escribí en la exhortación Gaudete et exsultate, al recordar un pasaje de los textos de Santa Teresita del Niño Jesús: «De pronto, oí a lo lejos el sonido armonioso de un instrumento musical. Entonces me imaginé un salón muy bien iluminado, todo resplandeciente de ricos dorados; y en él, señoritas elegantemente vestidas, prodigándose mutuamente cumplidos y cortesías mundanas. Luego posé la mirada en la pobre enferma, a quien sostenía. En lugar de una melodía, escuchaba de vez en cuando sus gemidos lastimeros […]. No puedo expresar lo que pasó por mi alma. Lo único que sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, los cuales sobrepasaban de tal modo el brillo tenebroso de las fiestas de la tierra, que no podía creer en mi felicidad».

 

Amor, alegría y sobriedad: tres palabras para la santidad de todos los días.

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