El misterio de Pedro

El misterio de Pedro

Comienza el séptimo año del Pontificado, mientras el Papa Francisco se convierte en blanco de las acusaciones de enemigos y “ex hinchas” y abraza plenamente el misterio vinculado con su ministerio: la tarea del sucesor del pescador crucificado de cabeza en la zona de la colina Vaticana

El séptimo año del Pontificado del Papa Francisco comienza con el Obispo de Roma en el retiro cuaresmal de oración y penitencia, mientras el cardenal George Pell (por él elegido como estrecho colaborador en la obra de reforma de la Curia) es expuesto a la masa global con la transmisión en mundovisión de la condena a la cárcel por abusos sexuales. No se requiere demasiada fantasía para delinear el íncipit de un balance de todos oscuros y desastrosos. No hay que inventarse nada: la “narración” mediática se encuentra bien preparada para difundir el guión del “Failing Papacy”, del «papado que está por fracasar», como dicen al unísono en Estados Unidos tanto los liberales como las derechas clericales. Pero, bien visto, la trampa se había estado preparando desde hace años. La han estado organizando pedazo a pedazo, con presteza, no tanto los enemigos y los detractores del Papa reinante, sino algunos de los más desentonados “cantores” de sus hazañas. Los aedas de la “revoución bergoglista” que lo describían como el “Deus ex machina” de una “nueva” Iglesia, la llamada “Iglesia de Bergoglio”.

 

Hoy la Iglesia podría parecer en determinados momentos como un boxeador noqueado. Como una Iglesia “castigada” por el mundo. Y no es la primera vez. Surgen reflejos condicionados muy humanos de auto-defensa, no sin razones, y los desahogos más dispares. Reacciones iguales y contrarias que surgen del mismo instinto apologético.

 

Algunos invocan contraofensivas en contra del espíritu del tiempo y nuevos enroques, aludiendo planes masónicos globales que pretenderían aniquilar la institución eclesiástica. Otros apuestan precisamente por los escándalos eclesiásticos y las sanciones seglares que la han golpeado como una ocasión para “reorganizar” a la Iglesia, para que esté a la altura de los tiempos con operaciones de ingeniería institucional (y acaso aprovechar algún Sínodo para redistribuir las cuotas de poder entre los partidos clericales).

 

El Papa Francisco, por su parte, no ha llamado a organizar estructuras fortificadas de defensa. Es más, no se defiende para nada. Mientras se rompe en pedazos el fetiche del “Bergoglio súper héroe”, tal circunstancia se convierte en un kairos liberador. Una ocasión propicia que la providencia le ha puesto delante para reconocer y sugerir a todos, de la manera más sugestiva y luminosa, los rasgos elementales y los factores de los que surge el misterio que hace que la Iglesia viva en la historia.

 

Con el estilo que le es propio, el Papa Francisco ha repetido desde el principio de su Pontificado la misma cosa: que la Iglesia no se auto-crea, no vive por fuerza propia, no se auto-plantea ni en la historia ni en el mundo como una entidad auto-suficiente, pre-constituida. Depende a cada paso del misterio de la gracia, se reconoce necesitada, en todo momento, del milagro del Espíritu de Cristo; y estos no son discursos de curas, sino las únicas realidades que pueden hacer que la Iglesia sea interesante para los hombres y las mujeres del tiempo.

 

También en su predicación más reciente, el Obispo de Roma ha recordado la «santa pasividad» que conviene tener frente a Jesús, porque «es Él quien hace las cosas». Ha recordado «qué sería nuestra vida sin Él, si de verdad Él cancelara para siempre su Rostro. Es la muerte, la desesperación, el infierno». Lo hizo el pasado 7 de marzo, reuniéndose con los párrocos de Roma, con palabras que han abrazado incluso el dolor por los abusos y los crímenes de los hombres de la Iglesia, que llenan los periódicos. «Es evidente», dijo en esa ocasión el Papa, «que el verdadero significado de lo que está sucediendo debe ser buscado en el espíritu del mal, en el Enemigo, que actúa con la pretensión de ser el padrón del mundo […] Sin embargo, no nos desanimemos. El Señor está purificando a su Esposa y nos está convirtiendo a todos a Sí. Está haciendo que experimentemos la prueba para que comprendamos que si Él somos polvo. Nos está salvando de la hipocresía, de la espiritualidad de las apariencias. Él está soplando su Espíritu para volver a dar belleza a su Esposa, sorprendida en flagrante adulterio».

 

Con esta mirada sobre las cosas del tiempo, mientras él mismo se convierte en objetivo de las acusaciones y de los insultos de enemigos y “ex hinchas”, el Papa Francisco abraza plenamente también el misterio propio de su ministerio: la tarea del sucesor de Pedro, el pescador pecador crucificado de cabeza en la zona de la colina Vaticana. Muchas veces, en la historia, las circunstancias se han encargado de evidenciar la insuficiencia, la inermidad y la impotencia de los Obispos de Roma, como cifra propia de su destino.

 

Siguiendo las huellas del príncipe de los Apóstoles, muchas veces sus sucesores han aprendido de sus pecados perdonados o de sus intenciones mortificadas a dejar todas las iniciativas de la acción al Señor. Tomando nota de que solo podían reconocer, seguir y servir lo que el Señor opera. «Que ninguna otra confianza nos sostenga», dijo Pablo VI al inaugurar la segunda sesión del Concilio Vaticano II, «sino la que acompaña, mediante la palabra de Él, nuestra desolada debilidad: “Et ecce Ego vobiscum sum omnibus diebus usque ad consummationem saeculi” [“He aquí, yo estoy con ustedes todos los días hasta el final del mundo” (Mt 28, 20)».

 

Quien ejerce el ministerio petrino experimenta a menudo en la propia vida que ningún Papa puede creer ser quien “salva” a la Iglesia. Y el único criterio apropiado para declarar “un fracaso” determinada época papal sería el de verificar si en ese determinado lapso de tiempo se ha mantenido viva o se ha diluido en la vivencia eclesial la percepción de que la Iglesia siempre necesita ser curada, siempre necesita el milagro. Condición por la cual ella solamente puede tender la mano a su Señor, como una mendiga.

 

En la época del Papa Bergoglio, incluso sus humanísimos errores (reconocidos a menudo públicamente y por los cuales él mismo muchas veces ha pedido perdón) demuestran el misterio del Sucesor de Pedro, signo del gran misterio de la Iglesia. Este es el único balance que el pueblo de Dios está interesado y que puede reconocer y aprobar, incluso a partir de los detalles que no aparecen iluminados por los reflectores mediáticos. Como la frecuencia con la que el Papa pide a sus interlocutores que reciten juntos, en las circunstancias públicas, un simple Ave María («Nos ha dicho muchas, oh Reina de los Apóstoles, hemos perdido el gusto por los discursos. Ya no tenemos altares sino los tuyos. No sabemos nada más que una simple oración». Charles Péguy, Prières dans la Cathédrale).

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