Misa de Apertura del XI CEN: Homilía de Mons. Alfredo Zecca

Misa de Apertura del XI CEN: Homilía de Mons. Alfredo Zecca

Misa por el progreso de los pueblos - Jesucristo presente en la historia del pueblo argentino

Jueves 16 de junio de 2016

Queridos hermanos:

Estamos dando inicio, con esta Eucaristía, al XI Congreso Eucarístico Nacional convocado por el Episcopado argentino, en ocasión de la celebración del Bicentenario de la Independencia de la Patria, para dar gracias a Dios por la presencia constante de Jesucristo, Señor de la Historia, en la historia de nuestra Nación. Lo hacemos como Iglesia, es decir, como asamblea, como pueblo consagrado a Dios, pueblo elegido y por El mismo convocado para renovar el sacrificio redentor de su Hijo para alabanza de su gloria. La Iglesia, en efecto, se realiza como asamblea litúrgica sobre todo en la Eucaristía y vive de la Palabra y del Cuerpo de Cristo y de esta manera viene a ser ella misma Cuerpo de Cristo (cf. CEC 752).

Como acabamos de rezar en la oración colecta, el Padre eterno, en su bondad, dio a los pueblos un mismo origen para formar una sola familia. Este es el destino y la vocación de la humanidad, de cada hombre y mujer: salidos de Dios  estamos todos llamados a volver a El, más aún a entrar en una definitiva comunión con El y, a partir de El, entre nosotros, comunión a la que llegará también la creación entera solidaria del destino del hombre. Esta es nuestra vocación, este nuestro común destino en Cristo.

El Apóstol San Pablo afirma, en el pasaje de su Carta a los Romanos que acabamos de proclamar, que toda la creación, llevada a la esclavitud a la que la sometió el hombre con su pecado, espera ansiosamente participar del destino de la gloriosa libertad de los hijos de Dios (cf. Rom. 8,18-30). El Redentor del Hombre, Jesucristo, nos ha hecho hijos adoptivos de Dios incorporándonos, por el bautismo, a su propio ser filial y ha obtenido en la cruz el precio de nuestra redención al tiempo que nos ha donado el Espíritu que clama en nosotros hasta ver realizada esta redención en su plenitud. La muerte y resurrección de Cristo, de las que hacemos memorial en la Eucaristía, son el fundamento de nuestra esperanza cierta de alcanzar plenamente lo que ahora poseemos sólo como primicia. De ahí que, al final de la Consagración ante la proclamación del sacerdote: “Este es el sacramento de nuestra fe” respondemos “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús”. Este es nuestro íntimo deseo: que el Señor vuelva para llevar a plenitud la obra que El mismo ha comenzado en nosotros.

De este designio amoroso de Dios procede la elección y consagración de Israel, liberado de la esclavitud de Egipto, como pueblo suyo (cf. Dt 7,6-11) al que, en la plenitud de los tiempos, - como narra Lucas en su Evangelio - enviaría a su propio Hijo, el Ungido profetizado por Isaías, para llevar la Buena Noticia a los pobres, la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (cf. Lc 4,14-21). Cristo es, así, el rostro vivo de la misericordia del Padre, el que anuncia la liberación de toda esclavitud y lleva a cabo la obra de la redención humana ofreciendo por nosotros su vida en la cruz.

La historia humana, que el hombre construye cada día con el esfuerzo de su razón y de su libertad y de la que es responsable está guiada por la Providencia divina que interviene en ella tejiendo, por así decirlo, la trama del revés. De ahí nuestra responsabilidad frente a la historia de la que somos protagonistas. Pero también de ahí la necesidad de orar continuamente a Dios para que nuestros esfuerzos por dar vida a una sociedad y a una historia más fraterna, libre, justa y solidaria, se vean coronados con la venida definitiva del Señor que transformará los frutos de la naturaleza y de nuestro esfuerzo y los entregará al Padre como Reino definitivo y universal (cf. GS 39).

Nuestra presencia hoy, aquí, es para dar gracias por los bienes recibidos a lo largo de nuestra historia y para pedir a Dios, por medio de Jesucristo, que los argentinos, todos juntos, podamos hacer de esta bendita tierra una gran Nación justa y solidaria, abierta al Continente e integrada al mundo. Esta es la súplica que hacemos a Aquél que es “Camino, Verdad y Vida”. Hemos venido a pedir por nuestra Patria Argentina. La Patria es mucho más que el país o la nación y es necesario que los argentinos volvamos a hablar de Patria, que volvamos a valorar sus signos distintivos: el himno, la bandera, la escarapela. Patria es lo recibido de los Padres y lo que hemos de entregar a nuestros hijos. Se trata de una realidad que dice relación a paternidad y a filiación y por ello mismo es tan profunda, tan honda que, o se mantiene en su ser fundante, o muere.

Hace ya mucho tiempo que hemos perdido el verdadero sentido del festejo público y popular de las fiestas patrias, en particular, del 9 de julio de la Independencia. Es indispensable recuperarlo y hacerlo vida. Gracias a Dios, el Bicentenario volverá a tener, después de tantos años, un desfile. También el diario La Gaceta ha organizado un reparto de banderas nacionales para que los tucumanos embanderemos nuestras casas, nuestros balcones. No se trata sólo de memoria histórica. Esta tiene, ciertamente, su importancia y sentido. Pero no menos lo tiene el clima de fiesta que se contagia e ilumina, por unos días, nuestra a veces monótona convivencia.

Las divisiones habidas, particularmente las de los 60’ y 70’ parecen habernos paralizado. No nos engañemos a nosotros mismos, los argentinos no estamos reconciliados. Reclamamos justicia y está muy bien que lo hagamos. Sin justicia no hay reconciliación posible. Pero justicia no es venganza. Y, además, la justicia debe ser superada por la misericordia. Estamos viviendo el jubileo de la misericordia y no podemos pedir a Dios misericordia si no somos misericordiosos. Ser misericordioso es hacerse cargo, con el corazón, de las miserias del otro, como el otro de las nuestras. Y este ser misericordioso debe traducirse en obras concretas, no puede ser simplemente declamado, exige ser actuado.

Estamos al inicio de un nuevo gobierno que abre, siempre, un horizonte de esperanza. Pero no hay que olvidar que la esperanza es virtud de lo arduo y que, por lo mismo, exige fortaleza. Enfrentamos un momento político, económico y social difícil, con ajustes económicos indispensables pero cuya carga cae de modo desigual en los distintos estratos sociales. También la política debe ser recreada para poder llegar a ser lo que por naturaleza debe ser: una forma de caridad. La corrupción, el narcotráfico, la trata de personas, en suma, la degradación moral en la que algunos han caído exige urgentes medidas y, sobre todo, la acción una justicia, de unos jueces que estén a la altura de las circunstancias. Tenemos que hacernos cargo de los más pobres que no llegan a fin de mes por carecer de trabajo o por tener un trabajo precario que no les da acceso a la salud, a la educación, a un aporte jubilatorio que les asegure una vejez digna. Claro que el primer deber, en estos ámbitos, es del Estado. Pero es tarea de todos. Un grave deber moral pesa sobre los empresarios, los terratenientes y, en general, los que poseen más bienes. Debemos dejar la avaricia y la mezquindad de lado y ser generosos. Sin justicia y equidad no habrá nunca paz. Sin una sincera reconciliación no seremos un pueblo vinculado entre sus ciudadanos por lazos de fraternidad.

De una vez por todas hay que decir: basta de mirar hacia el otro lado, basta de indiferencia, de divisiones, de continuas y sesgadas revisiones del pasado. Miremos el futuro con alegría. No es momento para el desánimo sino para el esfuerzo y la renuncia que sostiene la esperanza de un futuro mejor para todos.

Hagamos muy nuestra la oración colecta que acabamos de rezar y pidamos al Dios amoroso y providente que ha dado origen a los pueblos para que constituyeran una sola familia que encienda en nosotros el fuego de su amor y el deseo de un justo progreso en nuestros hermanos, para que los bienes destinados a todos promuevan la dignidad de cada persona y afiancen en la sociedad humana la equidad y la justicia superando toda división.

Jesucristo, Señor de la Historia. Gracias por tu presencia y compañía constante en nuestra historia como Nación. Haznos forjar el presente guiados por tu Evangelio. Toma en tus manos nuestro futuro. En Ti ponemos nuestra esperanza  y nos comprometemos a salir al encuentro de todos los argentinos, sin excluir a nadie, para gestar una cultura del encuentro en nuestra Patria. Y a Ti, Virgen María, madre de Dios y madre nuestra, te alabamos y rogamos que intercedas por nosotros ante tu Hijo Jesús. Amén.

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