La laicidad política de las religiones, primera puerta de la paz

La laicidad política de las religiones, primera puerta de la paz

Un enorme reto para las cosmovisiones

 

Yo trabajo con la idea de que la laicidad no es una definición de la realidad, algo así como una cosmovisión o ideología no religiosa de lo real (laicismo), sino una característica formal de la vida política democrática: una característica del procedimiento político democrático.

El pueblo de los iguales en derechos (laos) convive en un Estado (el suyo) que no reconoce ninguna cosmovisión religiosa o metafísica como "la propia" o "la verdadera"; no es su papel; las estima porque son de sus ciudadanos y garantiza la libertad de todos ellos en el debate sobre las cosmovisiones. Luego el requisito político de la democracia que es la laicidad sólo significa garantizar el libre debate de cosmovisiones, ¡en el marco irrenunciable de los derechos humanos de los iguales en dignidad! Esto último es lo que cuida ese Estado, más no como una ideología alternativa a las otras, sino como la base ética que hace posible la libertad de todas y entre todas. Sin ese mínimo, la barbarie totalitaria.

A través de ese debate político y sus mediaciones, las ideas se hacen programas políticos y llegan a las leyes. Si los ciudadanos son intolerantes entre sí, o lo es su Estado contra ellos, o las leyes de los que ganan las elecciones representan ideas religiosas y no sólo éticas, la laicidad política saca la tarjeta roja. Si una minoría (o mayoría) reclama como deber universal lo que es un contenido de su moral religiosa, y exige hacerlo ley civil de todos, o, al menos, que la ley civil tenga una versión propia para los creyentes, de nuevo la laicidad política saca la tarjeta. No siempre es fácil discernir, pero el concepto laicidad funciona así, como un presupuesto ético y formal de la libertad política, y no como una cosmovisión estatal alternativa a las demás.

Para referirme a la mayoría de edad del mundo, a su autonomía intrínseca, utilizo el concepto secularidad; con éste pensamos la mayoría de edad del mundo frente a tutelas heterónomas que, en el pasado, eran religiosas, y en el presente, pueden ser sucedáneos de la religión. En todo caso, la secularidad ya no es un concepto formal, sino pleno de contenido. No se puede creer (religión), ni explicar (filosofía), ni valorar (ética), ni probar (ciencia), ni dirigir (política)... sin reconocer esa autonomía plena del mundo en todas sus manifestaciones (el ser). Se suele decir que esa autonomía del mundo es relativa, porque es relativa a Dios, y es cierto a medias; es relativa a la vida digna de las personas y la vida de todo lo creado, y a través de ellas, para los creyentes, a un Dios, el de su fe, o al Misterio insondable de lo real; para los no creyentes, ése es el instante de la suspensión de todo juicio sobre lo divino, o la aceptación de la nada final. En todos los supuestos y para todos, se trata de concebir la realidad, lo que es, de forma tan compleja como única.

Cuando los creyentes de una religión hablan de un mundo trascendente, en alteridad inequívoca a la inmanencia -no necesariamente separado-, la laicidad los respeta como cosmovisión, pero la secularidad les exige que no traigan esa explicación contra la mayoría de edad científica, política y ética del mundo, que no la utilicen como atajo para todo conocimiento y acción, porque harán ciencia falsa, moral sólo religiosa, política con problemas democráticos, teosofía en vez de filosofía y dogmatismo en vez de vivencia religiosa.

Personalmente, aquí veo un enorme reto para las religiones y todas las cosmovisiones, religiosas o no, y, en particular, para muchas corrientes del Islam -no las conozco bien-. Liberarse del germen de fundamentalismo e intolerancia, en cualquier cosmovisión religiosa o política, conlleva reconciliarse con estos dos conceptos: secularidad y laicidad. Esto es lo que el cristianismo ha logrado con mucho esfuerzo y con no pocos vaivenes, hasta hoy; y con demasiados grupos que no lo han asimilado (véase los apoyos religiosos a Trump). A mi juicio, es la gran aportación cultural de occidente y la que hace posible la transversalidad de la dignidad y los derechos humanos, más allá y más acá de toda comunidad cultural y nacional particular. Éste es el quicio de la ética civil transcultural, de la ética irrenunciable a la condición humana.

(Otra cosa es que occidente no respeta ni de lejos las consecuencias políticas y éticas que esto representa, dentro de sus sociedades y en el trato con las otras. Pero que algo sea un fracaso en su uso y respeto políticos, exige reformar éstos, no renunciar al principio. El fallo es de poder social en los grupos humanos populares para conquistar el bien político universal, no de un error en el concepto ético "dignidad" igual, siempre y de todos).

¡Cómo me importa todo esto como primera puerta de la paz!

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