La Iglesia, la pena de muerte y el texto del Catecismo que cambió tras solo cinco años

La Iglesia, la pena de muerte y el texto del Catecismo que cambió tras solo cinco años

Un magisterio que va perfeccionándose: desde el Concilio de Trento hasta los llamados de los Papas para abolir una práctica que no está en línea con la dignidad de la persona

por SALVATORE CERNUZIO

 

Hubo un tiempo en el que la Iglesia era favorable a la pena de muerte. «Entra en los poderes de la justicia condenar a muerte a una persona culpable. Tal poder, ejercido según la ley, sirve como freno a los delincuentes y como defensa para los inocentes», se leía en el Catecismo del Concilio de Trento (1545-1563). Que proseguía: «Emanando una sentencia de muerte, los jueces no solo no son culpables de homicidio, sino que son ejecutores de la ley divina que prohíbe, precisamente, matar culpablemente. El fin de la ley, de hecho, es tutelar la vida y la tranquilidad de los hombres; por lo tanto, los jueces, que con su sentencia castigan el crimen, pretenden, precisamente, tutelar y garantizar, con la represión de la delincuencia, esta misma tranquilidad de la vida garantizada por Dios». 

Desde entonces, la dirección (así como la mentalidad y el derecho común) se ha invertido por completo y todos los Papas del siglo XX han condenado esta práctica, insistiendo en el aprecio por la dignidad de cada persona, sea cual sea el delito que hubiera cometido. Papa Francisco dijo que la pena capital es «una afrenta a la inviolabilidad de la vida y de la dignidad de la persona humana que contradice el plan de Dios sobre el hombre, la sociedad y su justicia misericordiosa». La pena de muerte, pues, es «inadmisible», afirmó el Pontífice argentino, que durante el Jubileo de la Misericordia lanzó un llamado a los gobiernos de todo el mundo para que frenaran las sentencias de ejecución durante el Año Santo. 

 

Pero antes de llegar a la postura tan neta de Bergoglio, hay que recordar las modificaciones y las aclaraciones o, tal vez, sería mejor hablar de perfeccionamientos de la enseñanza de la Iglesia en relación con este punto tal delicado. La primera vez se formuló en la edición del Catecismo publicada en 1992, en la cual el pasaje 2266, refiriéndose a la pena de muerte, decía: «En este título, la enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido fundado el derecho y el deber de la legítima autoridad pública de infligir penas proporcionadas con la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, la pena de muerte». 

 

Sin embargo, se trataba de una primera redacción que casi podría llamarse “informal”, publicada en francés e inmediatamente traducida a diferentes lenguas. Esta formulación fue superada cinco años más tarde. El texto oficial en latín del Catecismo es, efectivamente, el que fue publicado en 1997 y aprobado definitivamente por Juan Pablo II con la carta apostólica “Laetamur Magnopere”, en el que se lee, en el pasaje 2267: «La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, si esta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas». 

 

«Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana. Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo “suceden muy [...] rara vez [...], si es que ya en realidad se dan algunos”». 

 

Como se puede notar, el Catecismo refiere «la enseñanza tradicional de la Iglesia». Pero inmediatamente después añade: «si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana». 

 

Fue San Juan Pablo II quien expresó la nueva «sensibilidad» de la Iglesia al respecto. En el mensaje navideño de 1998, el Papa polaco expresó que deseaba que aumentara el consenso sobre las medidas a favor del ser humano y, entre las más significativas, indicó la de «prohibir la pena de muerte». Un mes después, durante la visita pastoral a los Estados Unidos, en enero de 1999, afirmó: «La dignidad de la vida humana no debe ser negada nunca, ni siquiera a quien ha hecho gran mal. La sociedad moderna posee los instrumentos para protegerse sin negar a los criminales la posibilidad de arrepentirse». Por ello su invitación a «abolir la pena de muerte, que es cruel e inútil». 

 

Benedicto XVI siguió este mismo camino, en el Compendio del Catecismo publicado en 2002 se afirma que: «La pena impuesta debe ser proporcionada a la gravedad del delito. Hoy, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido, los casos de absoluta necesidad de pena de muerte “suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos” (Juan Pablo II, Carta Encíclica “Evangelium vitae”). Cuando los medios incruentos son suficientes, la autoridad debe limitarse a estos medios, porque corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común, son más conformes a la dignidad de la persona y no privan definitivamente al culpable de la posibilidad de rehabilitarse».

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