Los desafíos del Papa y los riesgos del cambio

Los desafíos del Papa y los riesgos del cambio

¿Cuáles son los alcances reales de las reformas del líder de la Iglesia Católica?

En un período de tiempo increíblemente corto, el Papa Francisco hizo de su Pontificado un vehículo para las esperanzas religiosas que muchos de sus admiradores no se percataban o no recordaban que tenían.

Parte de esta admiración refleja las controversias específicasque ha provocado dentro de la Iglesia, los riesgos teológicos que ha tomado al presionar por cambios que los occidentales liberales tienden a suponer que el catolicismo debe aceptar a la larga: cambios sobre todo en la moralidad sexual, además de una liberalización general en la jerarquía y la Iglesia.

El papa Francisco ha permitido una descentralización de la autoridad, en donde diversas arquidiosesis han adoptado diferentes políticas (Max Rossi/Reuters).

Cuando las personas dicen, “me hace que quiera volver a creer”, por lo general no están poniendo mucha atención a las batallas entre cardenales y teólogos sobre si su agenda es visionaria o potencialmente herética. Tampoco están enfocadas en su forma de gobernar el Vaticano, donde Francisco es un reformista sin reformas importantes y es posible que la prometida limpieza, de hecho, nunca se materialice.

A lo que la gente responde a este Papa, más bien, es a la iconografía de su pontificado: las imágenes vívidas de humildad y amor cristiano que ha creado, desde el lavado de pies de prisioneros y el abrazo a los desfigurados hasta los niños pequeñitos que se le acercan en eventos públicos. El Pontífice tiene un gran don para los gestos que ofrecen una “imitatio Christi”, imitación de Cristo, de manera pública.

Ser un crítico de un Papa así, entonces, es ocupar algo parecido a la posición de George Orwell, quien dijo sobre Mahatma Gandhi: “los santos siempre deberían ser juzgados culpables hasta que se compruebe que son inocentes”. Excepto que los detractores más serios del Santo Padre no son escépticos como Orwell: son fieles católicos, para quienes la crítica a un pontífice es algo así como la crítica a un padre por parte de su hijo.

Pero evitar criticar a Francisco es no hacerle justicia al alcance de sus ambiciones y propósitos, su clara posición como la figura religiosa más importante de nuestra era.

Esos propósitos y ambiciones no son por los que fue elegido. Los cardenales que eligieron a Jorge Bergoglio lo imaginaban como el candidato austero poco conocido.

La vida vaticana está más inquieta que con Benedicto XVI, con la amenaza de despidos o purgas siempre presente y el poder de ciertas oficinas reducido. Los planes de reorganización han sido pospuestos; muchos príncipes eclesiales han encontrado más poder con Francisco, e incluso los admiradores del Papa se burlan de la actitud de “el próximo año, el próximo año...” hacia la reforma.

La respuesta del Papa al escándalo de abuso sexual, en un principio enérgica, ahora parece comprometida por su propia parcialidad y por la corrupción entre sus allegados.

Así que la idea de este Pontífice como un “gran reformador” realmente no puede ser corroborada por cualquier clase de asunto doméstico romano. Más bien, las energías reformistas de Francisco han sido dirigidas a otra parte, a dos treguas dramáticas.

La primera tregua que busca este Papa es en la guerra de culturas bien conocida por todos en la sociedad occidental, la lucha sobre si la ética sexual del Nuevo Testamento debe ser cambiada o abandonada ante las realidades de la post-revolución sexual.

Pero en lugar de cambiar formalmente la enseñanza de la Iglesia sobre divorcio y segundas nupcias, matrimonios entre personas del mismo sexo y eutanasia, el Vaticano bajo el mando de Francisco está haciendo un doble movimiento.

Primero, se está trazando una distinción entre doctrina y práctica pastoral que afirma que el cambio meramente pastoral puede dejar intacta la verdad doctrinal. Así que un católico vuelto a casar podría tomar la comunión sin que su primera unión sea declarada nula, un católico que planea el suicidio asistido podría aún recibir la extremaunción de antemano, y quizá con el tiempo a un católico gay le podrán bendecir su unión del mismo sexo —y, sin embargo, presuntamente nada de esto cambia la enseñanza de la Iglesia de que el matrimonio es indisoluble, el suicidio es un pecado mortal y el matrimonio del mismo sexo es una imposibilidad, siempre y cuando siempre sea tratado como una excepción más que una regla.

El Papa parece ser un reformador, pero sin un plan.

Al mismo tiempo, Francisco ha permitido una descentralización tácita de la autoridad doctrinal, en la que diferentes países y diócesis pueden adoptar diferentes enfoques a cuestiones controvertidas.

En el último año, ha agregado una segunda tregua: el gobierno comunista en China. El Pontífice quiere un arreglo con Beijing que reconciliaría a la Iglesia católica clandestina de China, leal a Roma, con la Iglesia católica “patriótica” dominada por los comunistas. Una reconciliación así requeriría que la Iglesia cediera al Politburó una parte de su autoridad para nombrar obispos, una concesión familiar en épocas medievales, pero algo que la Iglesia moderna ha intentado dejar atrás.

Una tregua con Beijing diferiría de la tregua con la revolución sexual en que ninguna cuestión doctrinal está en juego y nadie duda de que el Santo Padre tenga autoridad para concluir un concordato con un régimen hostil.

Pero ambas treguas acelerarían la transformación del catolicismo en una confederación de iglesias nacionales —liberal y semiprotestantizada en el norte de Europa, conservadora en el África subsahariana y supervisada por comunistas en China. Ambas tratan las preocupaciones de muchos fieles católicos —creyentes conservadores en Occidente, devotos clandestinos en China— como obstáculos a la gran estrategia del Papa. Ambas han elevado el espectro de un cisma al oponer a cardenales contra cardenales, y contra el mismo Pontífice.

Sobre todo, ambas treguas arriesgan mucho —en una, la consistencia de la doctrina católica; en otra, la claridad del testimonio católico por la dignidad humana— en aras de reconciliar a la Iglesia con los poderes terrenales. Toman este riesgo en un momento en que ni el comunismo chino ni el liberalismo occidental parecen modelos seguros y resistentes para el futuro humano: el primero retrocediendo de nuevo hacia el totalitarismo; el segundo, decadente y plagado de revueltas populistas.

Si estas dos apuestas salen mal, el legado de Francisco será juzgado duramente.

China podría terminar teniendo una de las poblaciones cristianas más grandes del mundo para finales de este siglo, y esta población ya es fuertemente evangélica; el deseo del Vaticano de un acuerdo con Beijing está influenciado por el hecho de que el catolicismo chino dividido está siendo superado en la búsqueda de conversos.

Pero si ese trato vincula de manera permanente a la Iglesia con un régimen corrupto, Francisco habrá cedido la autoridad moral ganada por generaciones perseguidas, y habrá cedido el futuro chino a aquellas iglesias cristianas que están menos inclinadas a adular y persuadir a sus perseguidores.

Las treguas son insatisfactorias, y la inestabilidad es emocionante, y puede valer la pena librar guerras civiles teológicas.

Sin embargo, no hay señales de que la liberalización de Francisco esté haciendo que sus admiradores católicos no practicantes regresen a los bancos de la Iglesia.

Esta historia aún podría terminar con el Papa demostrando ser un visionario y heroico.

Pero elegir un camino que podría tener sólo dos destinos —héroe o hereje— también es un acto de presunción, incluso para un Papa.

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