Cuando los argentinos toman el Vaticano

Las instrucciones que habían llegado por mail eran claras, clarísimas: ir al Vaticano antes de las nueve de la mañana y esperar en la Puerta de Santa Ana con un documento válido.

 

Por Sebastián Fest

Claras, clarísimas... No para todos.

"Tengo la American Express. ¿No sirve?"

La señora repartida entre dos estados -tiene literalmente un pie en el Vaticano y otro en Italia- no parece conmoverse con el gesto de horror trufado de incredulidad que le dedica el grandote rubio de unos 30 años, estoico en su misión de organizar a los 200 y pico de visitantes que pretenden ver esa mañana al papa Francisco. Los visitantes del día son muchos más, miles y miles de todo el mundo, pero este grupo es especial.

Pelo muy corto y piel rosa tímido, el encargado es una especie de guardia y es suizo, pero no es un guardia suizo. Una pena, porque cualquiera que observase la escena en esa calle abarrotada de gente podía llegar tranquilamente a la conclusión de que lo adecuado sería destinar un pequeño regimiento de ese cuerpo fundado en 1506. Se trata, al fin y al cabo, de organizar y dirigir -por momentos incluso amansar- a decenas de compatriotas de Diego Maradona. Los argentinos son -lo eran ya en esa mañana de mayo de 2014- los nuevos "dueños" de San Pedro cada miércoles, el día de la audiencia pública papal.

"Je", es lo único que dice el suizo cuando se le comenta la dura reconversión a la que lo obliga ahora su trabajo. No se sabe si cumplía la misma función en los tiempos de Benedicto XVI, pero seguro que le hubiera sido más sencillo ordenar a esos visitantes. Enarca las cejas, resopla y deja una sonrisa tan resignada como fugaz. No tiene tiempo para perder cuando se trata de resolver en menos de una hora los mil y un planteos, muchos altamente insólitos, con que llegan los argentinos.

Como el de la señora a la que le pregunta que cómo es posible que no tenga en la cartera un documento original que la identifique. La reacción de la dama, que está más cerca de los 70 que de los 60, es fulminante: "¡No! Yo no salgo nunca a la calle con el documento... ¿Y si me lo roban?"

Irrebatible argumento. Por eso, la dama blande ante el helvético la fotocopia plastificada de su DNI. Por eso, como refuerzo, le sacude en la cara el carnet de jubilada.

La mañana de primavera es pegajosa, con amenaza de lluvias, y Jorge Bergoglio, desde hace un tiempo Francisco, cuenta una anécdota a los miles y miles de fieles -y miles y miles de curiosos- en la Plaza San Pedro. La anécdota remite a su país, los lleva a la ciudad de Luján, a su enorme basílica y a la virgen que allí se venera.

"Recuerdo una vez en Luján. Se me acercó un muchacho que tenía todo: aros, todo tatuado... Tenía un problema verdaderamente grave. Le pregunté qué le había dicho su madre: lo que le dijo fue que no sabía qué aconsejarle, pero que fuera a la virgen y rezara".

Francisco se entusiasma. "¡Ése es un consejo de madre! Humilde, no tenía claro qué decirle a su hijo, pero le dio el mejor consejo: abrirse al Espíritu Santo".

Contra una de las dos pantallas gigantes que flanquean las escaleras que conducen al altar, se recorta un chico joven vistiendo la camiseta de la selección argentina. En la espalda, el número 10, el de Leo Messi. Probablemete no entró blandiendo la American Express.

Los niños suelen ser sencillos. Son mucho más complejos los señores entrados en canas y las señoras entradas en años. A estas alturas, lo que el guardia suizo que no es guardia suizo tiene bien claro es que no está en Suiza. La masa de argentinos se arremolina en torno a él en la acera, sus integrantes lo van presionando, primero sutilmente, luego con brío. Lo empujan hasta que hace equilibrio sobre el cordón de la acera intentando no terminar en la calle. Rápido, da un paso al frente para volver a afirmarse. Se aleja del peligro del tráfico romano, pero se sumerge nuevamente en el de los argentinos.

Un rato después debe lidiar con otro sexagenario convencido de que salir a la calle en Roma con el documento en el bolsillo es tentar a los ladrones. Él prefiere llevar dos Amex Platinum. El sol mañanero les roba destellos plateados a los rectangulitos plásticos y todos son obligados testigos de que el señor tiene un buen pasar.

El suizo, que cada miércoles que pasa se argentiniza un poco más, lo deja entrar en el Vaticano. El dueño de la tarjeta platino sonríe. Batalla ganada.

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