El Concilio ortodoxo «que cojea» y los signos de los tiempos

El Concilio ortodoxo «que cojea» y los signos de los tiempos

Tras los enfrentamientos de poder entre los aparatos eclesiásticos, se vislumbra un «pensamiento mundano en la Iglesia» que el Patriarca Bartolomeo ya había indicado como raíz de la fractura entre el Catolicismo y la Ortodoxia. Y que hoy alimenta todas las formas de soberbia y autosuficiencia clerical

GIANNI VALENTEROMA

El Santo y Gran Concilio ortodoxo, medio cojeando, comienza hoy en la isla de Creta. Y, acabe como acabe, ya pertenece eminentemente a la categoría de los signos de los tiempos. Visto desde la luz de la fede los Apóstoles, el tira y afloja que surgió «in extremis» en el ámbito del encuentro de comunión al que se estaban preparando desde hace décadas las Iglesias que comparten el mismo tesoro apostólico y sacramental muestra, por lo menos durante un instante, el vertiginoso camino por el que procede siempre en la historia la promesa de la salvación cristiana, encomendada a los sucesores de esos mismos apóstoles.

Las últimas noticias sobre las decisiones y los pronunciamientos de los líderes de las Iglesias ortodoxas son muy sugerentes. El Santo y Gran Concilio comienza con la presencia de los líderes de diez de las catorce Iglesias autocéfalas ortodoxas, bajo la presidencia del Patriarca Ecuménico de Constantinopla, Bartolomeo. Desde el punto de vista de los grupos y de los equilibrios de fuerza, tiene un peso relevante la participación de la Iglesia ortodoxa de Serbia (que al principio se había negado a participar), la cual, en su último comunicado oficial, se reserva abandonar el encuentro si se niega a «tomar en consideración todas las cuestiones, los problemas, las diferencias» expresadas durante las últimas semanas por los cuatro Patriarcas ortodoxos (de Antioquía, Bulgaria, Georgia y Rusia) que decidieron no participar. Con la decisión que expresó el lunes pasado, justamente el Patriarcado de Moscú de alguna manera dejó caer la máscara y se mostró como el verdadero artífice de las iniciativas que, coagulando malestares y reservas diferentes, apostaban por suspender o dar otra dirección, «in extremis», a la máquina conciliar que ya estaba en marcha. El Patriarca de Moscú, Kirill, en su último mensaje oficial se dirigió intencionalmente a los «Primados y representantes de las Iglesias locales ortodoxas que se reúnen en Creta», sin utilizar la expresión «Concilio», para dar a entender que esta reunión era «un encuentro que puede servir para la preparación del Santo y Gran Concilio», negando al encuentro en Creta el rango de Asamblea Conciliar. Además, el Metropolita Hilarion de Volokolamsk, Presidente del Departamento para las relaciones exteriores del Patriarcado de Moscú, hombre clave en la política eclesiástica del aparato ortodoxo ruso, en una entrevista hizo algunas advertencias personalmente al Patriarca Bartolomeo, indicando que el «Primus inter pares» entre los primados ortodoxos «dará prueba de prudencia» y subrayando que «si se convoca el Concilio a pesar de la ausencia de alimentos cuatro de las Iglesias locales, constituirá una brutal transgresión del reglamento mismo del Concilio, que establece que debe ser convocado por el Patriarca ecuménico con el consenso de todas las Iglesias». Mientras tanto, desde Kiev, los círculos nacionalistas ucranianos tratan de aprovechar la confusión y el Parlamento pide oficialmente al Patriarca Bartolomeo que reconozca la autocefalia de la Iglesia ortodoxa ucraniana (actualmente sometida con un estatuto de autonomía a la jurisdicción del Patriarcado de Moscú», patrocinando un «Concilio de unificación pan-ucraniana» con el que puedan unirse «todas las Iglesias ucranianas ortodoxas». Mientras tanto, en Creta, la máquina mediática del Concilio, en manos de órganos de prensa estadounidenses, comienza a inundar la red de comunicados e informes confeccionados según los estándares ya acordados a nivel global para encuentros y «kermeses» religioso-espirituales para todos los gustos.

En las últimas noticias, la cuestión del Concilio ortodoxo y su medio naufragio o su deseado «éxito mediático», siguen siendo presentadas principalmente como una cuestión política eclesiástica. Los comentarios y descripciones mediáticos, con pocas excepciones, resaltan las estrategias, alianzas, pruebas de fuerza, presiones, sintonías más o menos evidentes entre los aparatos político-clericales. En los tribunales de la red que infestan la blogósfera católica, las manipulaciones más desvergonzadas e interesadas usan como pretexto los problemas ortodoxos para confeccionar condenas baratas sobre las dinámicas de la sinodalidad eclesial, tan citadas por Papa Francisco. Pero estos informes «déjà vu» que elucubran sobre las mutables alquimias del poder eclesiástico o sobre los errores tácticos (verdaderos o presuntos) de los diferentes aparatos clericales raramente dejan intuir la profunda raíz de las tribulaciones ortodoxas. Pueden ayudar mucho más las intuiciones que expresó Bartolomeo I en una vieja entrevista de 2004 a la revista italiana «30Giorni», en la que el Patriarca ecuménico, al hablar sobre el cisma entre la Iglesia de Roma y la de Constantinopla, dijo que el origen lejano de esa fractura radicaba en las «primeras manifestaciones del pensamiento mundano en la Iglesia». Si los ortodoxos siempre han reconocido en tal infiltración la matriz de la pulsión «hegemónica» del Papado occidental, ahora parece mucho más claro que tal pulsión no solo no ha sido neutralizada por uno u otro modelo abstracto de eclesiología «institucional», sino que puede aprovecharse con mucha facilidad de las dinámicas y de los instrumentos sinodales.

En relación con el caso de las Iglesias ortodoxas, la referencia a la penetración del pensamiento mundano en las dinámicas eclesiales tiene muy poco que ver con la tradicional y dócil sintonía con los poderes civiles nacionales que los polemistas católicos siempre le han reprochado a la Ortodoxia. Los problemas del Santo y Gran Concilio no dependen de Putin, que paradójicamente, justamente persiguiendo sus intereses, tal vez habría podido favorecer un resultado más fecundo para el camino y para la misión apostólica de las iglesias ortodoxas.

Lo que ha creado muchos obstáculos, por el contrario, ha sido el peso muerto del orgullo clerical en cuanto tal, la «hybris» que contagia a los aparatos eclesiásticos cada vez que las Iglesias, a cualquier nivel, se construyen y persiguen un modelo de auto-suficiencia y de auto-afirmación en el escenario del mundo. Ninguna de las instancias eclesiales es inmune a esta tentación de una desnaturalización semejante, como ha repetido en varias ocasiones Papa Francisco al aludir a la gangrena de la «mundanidad  espiritual». En el presente, hay que admitir que esta actitud amenaza particularmente a la Iglesia rusa. Teniendo en cuenta solo las últimas dos semanas (e incluso lo que sucedió antes de que comenzaran las convulsiones sobre el Concilio ortodoxo), el Patriarca Kirill dijo que la Iglesia rusa ahora tiene, nada más y nada menos, la tarea de «cambiar la actitud hacia la fe y el cristianismo en muchos países de Europa y de América», para volver a dar una relevancia global al cristianismo (19 de mayo); por su parte, el Metropolita Hilarion presentó a la Rusia actual el pasado 19 de abril como la única nación de relieve en la que se «expanden la fe y la Iglesia», describiendo un Occidente completamente aniquilado por el ateísmo y es secularismo, con una inversión de roles total con respecto a los tiempos de la Unión Soviética. En un arrebato de triunfalismo identitario, el mismo Hilarion a finales de mayo dijo que el Patriarcado de Moscú tenía el «segundo lugar en el mundo» por número de creyentes, detrás de la Iglesia católica, separando conceptualmente a los creyentes rusos de todos los demás cristianos ortodoxos.

Justamente los que aman con sincera gratitud la gran aventura cristiana que comenzó con el bautismo del Gran Príncipe Vladimir sienten la urgencia de indicar a los hermanos rusos los caminos de repliegue a los que parecen tan expuestos en estos momentos. Pero el resbalón que vivió el Concilio ortodoxo antes de comenzar hace pensar que no solo se enrareció la percepción del tiempo escatológico vivido por la Iglesia de Cristo entre los líderes de la Ortodoxia. «Los Primados de las Iglesias que ponen en primer lugar cuestiones mundanas como el primado de honor», dijo en medio de las convulsiones pre-conciliares Theodoros II, Patriarca ortodoxo de Alejandría «deberían bajarse de sus tronos suntuosamente decorados y visitar África, para ver qué quiere decir ser pobres y humildes hijos de Cristo». Como ya ha sucedido en otras ocasiones en la historia, el inicial tropezón del encuentro conciliar ortodoxo, su «fracaso» en términos de estrategia humana, vivido a la luz de la cruz, del descenso a los infiernos, de la Resurrección y del Pentecostés, podría sugerir nuevas vías de fuga para abandonar la soberbia clerical y caminar con mayor velocidad hacia Cristo. Como dijo Matta el Meskin (el padre de la renovación de los monjes coptos durante un rico congreso organizado por la Comunidad monástica de Bose), la unidad entre los cristianos, aunque pertenezcan a la misma confesión, nunca nace como espíritu de «coalición» para sentirse más fuertes, para unir fuerzas contra enemigos verdaderos o imaginarios y dar mayor relevancia y poder a la Iglesia y a los hombres de la Iglesia. Siempre nace acompañada de la pérdida del instinto de conversación y de la pretensión de caminar en la historia por fuerza propia, como una realidad auto-suficiente. La unidad en Cristo de los cristianos, escribió Matta el Meskin, «Es un estado de debilidad divina frente al mundo, siguiendo el ejemplo de su Maestro, que renunció a su poder infinito para ser crucificado por quien lo hubiera querido y en la manera en la que lo hubiera querido. Y todos los problemas que dividen a la Iglesia —añadió Matta— demuestran justamente que el Señor no está presente en medio de la asamblea. Y su ausencia nos obliga a volver a poner en cuestión el fin de la reunión, el método de la búsqueda y las intenciones de los miembros reunidos  […] El problema de la unidad radica neta y decisivamente en el problema de la presencia del Señor», porque «solo el Señor ‘puede hacer de los dos pueblos un solo pueblo y derribar el muro que los separa’ (cf. Ef., 2, 14)’».

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