Carta a Juan Francisco

Carta a Juan Francisco

En una conmovedora carta a su hijo escrita luego del debate legislativo sobre la ley de IVE, Marcelo de la Iglesia le dedica a Juan Francisco unas líneas desde lo más profundo de sus sentimientos y que nos invita a leerla hasta el final.

Por Marcelo de la Iglesia

Te escribo, porque nunca pude mi querido Juan Francisco, mirar asombrado tanto movimiento de gente.

¿Sabés que ahora se usan pañuelos de colores y ya nadie levanta banderas, solo pañuelos? Será que hay muchas lágrimas más que derramar.

Pañuelos. Que significativo... solo pañuelos. Miserables pedazos de tela. No se juegan causas, no se producen patriadas. Solo pañuelos... cuánto llanto, cuanta falta de bravura, cuanta falta de raigambre, cuanto grito ahogado, por pañuelos de colores.

No se lucen en el pecho, no se enarbolan como estándares, no hay bravos defensores de la vida peleando. Porque el que muere -que no se queja, que no importa, no suma, no habla-, no puede hacerlo.

Hay algo muy claro, mi querido Juan Francisco: las consecuencias no pueden cambiarse, si no se cambian las causas; pero estamos en una sociedad que ve resultados y no los procesos que los generan.

Sabés, mi querido Juan Francisco, porque suceden las cosas, siempre requiere más tiempo, más análisis, más compromiso, más profundidad.

Pero parece, mi querido Juan Francisco, que en este siglo informatizado ya nadie tiene ni quiere tomarse esos tiempos de paz, para que entre todos y con paciencia, humildad, reconocimiento de la opinión ajena, escuchando al que piensa y sabe distinto, construyamos entre todos y definitivamente una tierra de paz.

No, eso no sucede. Preferimos este eterno y delirante partido de fútbol; preferimos lastimarnos entre hermanos; insultar a los que más saben; sentar a los que tienen conocimientos, experiencia y trayectoria en un banquillo de acusados para encontrar aquellas aristas de defectos y así ocultar los grandes pensamientos que todos tenemos, y defenestrar todo, para manchar todo, para enlodar y confundir.

Hemos decidido, mi querido Juan Francisco, juzgar a los tigres por sus manchas y no amarlos por lo desarrollado de sus capacidades.

Un debate que nos ha dejado este proyecto de la ley de aborto o de interrupción del embarazo o de como quieran llamarla, que como todo enfrentamiento terminará con un presunto ganador y un presunto perdedor. Donde habrá alguien que se sienta campeón y que al día siguiente olvidará esta pelea y seguirá con otra cosa. Un circo romano.

Dicen que nadie quiere el aborto: hablan de clandestinidad, hablan de muerte y me pregunto: ¿Porqué nadie habla en paz, del cómo se llega a eso mi querido Juan Francisco?

Cada uno tiene su punto de vista, su enfoque, su imaginario o su construcción de paradigmas, pero nadie habla de miradas, de profundidad de miradas. Todas esas posiciones hablan de pragmatismo, practicidad, acto médico, libertades efímeras y es difícil encuadrar todo eso en la mirada del amor.

De esa mirada que todo lo abarca, que todo lo comprende, que todo lo incluye, donde el tiempo no es la medida, donde el dinero no alcanza, porque el amor es hacia otro, y donde se trata siempre de viabilizar al otro. De darle un lugar, su lugar. Aunque no lo pida.

Se citan casos aislados, estadísticas, números, pero nadie habla de almas amputadas, de conciencias dormidas o anestesiadas. Nadie habla del antes y por eso es tan doloroso el después.

El aborto amputa el alma, ensucia las manos del médico y con la muerte, perdemos todos. No hay vida. No hay esperanza. No hay amor.

No se interrumpe un embarazo: se paralizan corazones. No son sólo dos vidas: son las múltiples vidas alrededor.

Quisiera ser voz del que no puede, decir que después que todo pasa te quedás solo, que la vida puede continuar pero que la huella tremenda, el desgarro en el corazón, el gélido sentimiento de pena, sigue y te acompaña como un lobo agazapado, preparando su zarpazo constante, hiriéndote siempre.

Nadie te dice -ante la desesperación- que hay otro camino, que se pueden intentar otras cosas, que eso que se está gestando tiene derecho a vivir, que hay familias que lo están buscando. Todo es confuso, todo es una loca carrera hacia un abismo y ese abismo es personal Cuando caes en él, estás solo, absolutamente solo. Para siempre.

Como explicarte, mi querido Juan Francisco, el dolor de no tenerte, el inmenso ahogo que produce tu silencio. Después del aborto no hay posibilidad de nada. Ya nadie disfrutará de tu risa ni verá tus juegos. No se podrá enseñarte a decir mamá o a jugar con indios, ni sentir el orgullo de que un día digas, “ese…. ese es mi papá”.

Te amo hijo, mi querido Juan Francisco, que así te llamo porque no pude darte un nombre. Porque nunca más oiré tu voz... porque no pudiste nacer... porque no te lo permití.

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