Bergoglio, Ratzinger y el Señor que aplaca las tormentas

Bergoglio, Ratzinger y el Señor que aplaca las tormentas

Los “apuntes” sobre la pederastia del Papa emérito, filtrados en vísperas de la Semana Santa, extienden sus efectos hacia los días en los que se celebran los misterios de la fe cristiana. Francisco advierte que cuando «Dios baja a la batalla, hay que dejarle actuar». El pueblo de Dios se da cuenta y protege con las oraciones a los dos ancianos pastores de las maniobras de los confabuladores clericales

«Sábado Santo: día de la sepultura de Dios: ¿no es este, impresionantemente, nuestro día? ¿No comienza nuestro siglo a ser un gran Sábado Santo, día de la ausencia de Dios, en el cual los incluso discípulos tienen un vacío tremendo en el corazón que se extiende cada vez más?». Con estas palabras Joseph Ratzinger comenzaba sus tres célebres «meditaciones sobre el Sábado Santo», que desde muchos años antes de la elección papal eran utilizadas por muchos durante la Semana Santa como una preciosa ayuda para entrar en el misterio de la pasión, de la muerte y de la resurrección de Cristo.

Este año, otro texto firmado por Joseph Ratzinger está proyectando sus efectos sobre los días del Triduo pascual. Lo divulgó en todo el mundo, con una operación bien orquestada, una red mediática que coincide en gran parte con la red de publicaciones que el pasado 28 de agosto pusieron en marcha la llamada “Operación Viganò”, con la petición de la renuncia que envió el arzobispo Viganò al Papa Francisco, aderezada con infamantes acusaciones de haber “encubierto” al entonces cardenal estadounidense Theodor McCarrick, abusador serial.

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El momento de la divulgación del texto firmado por Ratzinger se muestra en clara contradicción con el “modus operandi” de aquel que se indica como su autor. La preocupación con la que Joseph Ratzinger, también cuando era Papa, insistía en la centralidad de la acción litúrgica en la vida de la Iglesia es poco compatible con la filtración, en vísperas de la Semana Santa, de un texto que, como fuera, ha distraído e incluso turbado a muchos fieles que se estaban preparando para celebrar con devoción y recogimiento los misterios centrales de la fe cristiana.

Las posibles preguntas sobre los “apuntes” atribuidos a Ratzinger sobre los temas de la pederastia y de los abusos sexuales clericales no se limitan al momento de su difusión. En el texto flotan fórmulas, recuerdos, referencias, imágenes (como la de la Iglesia como “red” llena de peces buenos y peces malos) que pertenecen claramente –en épocas diferentes e incluso distantes entre sí– a la memoria y a la predicación pasada de Joseph Ratzinger. Pero solo al final parece haber huellas de la mirada profética y de las palabras de arrolladora y confortante inteligencia espiritual (alimentada por los Padres de la Iglesia) con las que Ratzinger se ha referido a las angustias por la falta de fe en el tiempo presente.

Ratzinger todavía no había cumplido los treinta años cuando se dio cuenta de que los chicos en la parroquia de Mónaco, en la que era vice-párroco, iban a la iglesia con una distancia sustancial de la fe y del cristianismo, a pesar de ser disimulada con la participación en los ritos y en las prácticas impuestas por la convención social. En esos años, marcados por fenómenos de “triunfalismo eclesial”, Ratzinger ya reconocía que el rostro del nuevo paganismo no era el del «ateísmo oriental», sino el de un «paganismo intraeclesial», que creció con las situaciones en las que la Iglesia era percibida como «un dato a priori por nuestra existencia occidental», con un sentido de pertenencia que no tenía nada que ver con la esperanza de la felicidad ni con la esperanza de la salvación eterna.

En 1969, inmediatamente después del Concilio, inmune a los triunfalismos recién estrenados, el joven teólogo conciliar entregó a los micrófonos de una radio alemana su “profecía” sobre el futuro de la Iglesia. Con una mirada crítica y penetrante sobre lo que estaba sucediendo (los efectos del ’68 estaban extendiéndose) vaticinó un tiempo de crisis, en el que la Iglesia habría perdido «gran parte de los privilegios sociales», ya no habría sido «fuerza social dominante» y ya no habría sido capaz de «habitar muchos de los edificios que había construido en la prosperidad». Pero también indicó que este pasaje habría sido un tiempo de purificación, que la habría vuelto pobre, espiritual y simple. Libre para reconocer la propia y total dependencia de la gracia de Cristo. Hasta convertirla en la «Iglesia de los indigentes», liberada de la «estrechez de visiones sectaria» y de la «testarudez pomposa», para mostrarse de una manera más transparente como «la casa del hombre, en donde encontrar vida y esperanza más allá de la muerte». No «la Iglesia del culto político, que ya está muerta, sino la Iglesia de la fe».

En la presentación de los “apuntes” firmados por el Papa emérito no se advierte una mirada de esta potencia sobre el abuso de los abusos sexuales clericales. Las referencias y valoraciones (desde las que podemos compartir hasta las más subjetivas) parecen en gran parte pertenecer al género de la “disputa” doctrinal entre académicos. Las legítimas y opinables digresiones canónicas, las frases con efecto, las referencias a polémicas personales se ofrecen al juego de las tomas de partido entre los grupitos del debate eclesial. Pero no tienen nada que ver con la mirada ni con las palabras apocalípticas (es decir reveladoras) con las que Joseph Ratzinger, incluso cuando era Papa, se refirió a la descristianización del tiempo, conjugando un vertiginoso realismo con su lucidez para analizar la realidad y una consoladora esperanza, contra toda esperanza.

Joseph Ratzinger parecería incomunicado. Las posibilidades y la peticiones para visitarlo (y poder preguntarle las razones sobre estos “apuntes” y otros textos recientes a él atribuidos) pasan por filtros altamente eficaces. En la fragilidad del cuerpo, atestiguada con las últimas fotos que han circulado públicamente, vive en el “recinto de Pedro” con el corazón y los ojos fijos en el misterio que hace que viva la Iglesia. Solo no lo dejan en paz sus atormentadores menos piadosos: los grupitos, los aparatos y los personajes (con todo y arzobispos y cardenales) que se obstinan en darle de empujones para encajarle en las guerras ideológicas y de poder con la que desgarran la carne de Cristo. En el pasado trataron, sin conseguirlo, de sumarle a su ataque contra el Papa Bergoglio, tratando de hacerle pasar como “padrino” de la operación Viganò. Irreducibles, necesitaban con mucha urgencia un “manifiesto” atribuible de alguna manera a Ratzinger para poder perpetrar su Lucha Continua. Un manifiesto que a medida de sus guerritas de posición.

La virulencia con la que los autoproclamados “ratzingerianos” maltratan al Papa emérito, utilizándolo como bandera de sus operaciones de poder y de política eclesiástica también es uno de los signos vertiginosos que indican la condición de la fe y de la Iglesia en el mundo, que ha latido en el corazón de Joseph Ratzinger durante toda su vida.

En este contexto, el papa Francisco, en la homilía del Domingo de Ramos, también puso el tiempo que vive la Iglesia a la luz del misterio de la Pasión de Cristo. Recordó el silencio «impresionante» de Jesús en la cruz, y también indicó que en los momentos de enorme tribulación es necesario tener «el valor de callar», asumiendo ante el demonio que sale al descubierto «la misma actitud de Jesús. Él sabe que la guerra es entre Dios y el Príncipe de este mundo, y que no se trata de echar mano a la espada, sino de permanecer calmados, firmes en la fe. Es la hora de Dios. Y en cuando Dios baja a la batalla, hay que dejarle actuar. Nuestro lugar al seguro está bajo el manto de la Santa Madre de Dios. Y mientras esperamos que el Señor venga y aplaque la tormenta, con nuestro silencioso testimonio en oración, démonos a nosotros mismos y a los demás “razón de la esperanza que habita en nosotros”».

El Obispo de Roma que vino de Argentina y su “emérito” bávaro comparten (cada uno a su modo) la misma preocupación y la misma mirada de fe sobre el tiempo que está viviendo la Iglesia. El pueblo de Dios se da cuenta de ello, por afinidad electiva. Y protege con sus oraciones a estos dos ancianos pastores frente a las maniobras de los grupitos y de los «perros» (San Pablo), incluidos los que visten altos uniformes eclesiásticos. Lo seguirá haciendo durante los ritos de la Semana Santa, cuando vea al Señor descender al infierno, al abismo de la muerte, y cuando vea después el triunfo de su Resurrección. «Dios ha muerto», escribió Ratzinger en sus meditaciones sobre el Sábado Santo, «y lo hemos matado nosotros: esta frase es tomada casi a la letra por la tradición cristiana y nosotros, a menudo, en nuestras “viae crucis”, hemos repetido algo parecido sin advertir la tremenda gravedad de lo que estábamos diciendo. Lo hemos matado nosotros, encerrándolo en el cascarón estancado de pensamientos rutinarios, exiliándolo al círculo de las frases hechas o de los tesoros arqueológicos […] Cuando su tormenta haya pasado, nos daremos cuenta de que nuestra poca fe estaba llena de insensatez. Y, sin embargo, oh Señor, no podemos dejar de sacudirte, Dios que estás en silencio y duermes, ni de gritarte: ¿despiértate, no ves que nos hundimos? Despiértate, no dejes que dure eternamente la obscuridad del Sábado Santo. Deja caer un rayo de Pascua también sobre nuestros días. Quédate a nuestro lado mientras nos dirigimos, desesperados, hacia Emaús, para que nuestro corazón pueda encenderse con tu cercanía».

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