Abuna Khalil, el cura jordano de los refugiados "nazarenos"

Abuna Khalil, el cura jordano de los refugiados

Su parroquia, en Amán, es puerto y hogar donde acoge a los cristianos perseguidos por el ISIS. Qué más da si cristianos o musulmanes, iraquíes, sirios o afganos. "Son mis estudiantes. Son mi familia".

"Regresaré a Irak, incluso si me crucifican, me torturan o derraman mi sangre", cantan los niños. Cantan el dramático himno en fila, encima del escenario, mirando al horizonte junto a su profesora, cuya mirada torva recuerda el efecto de una bomba. En la escuela para niños refugiados iraquíes de Mensajeros de la Paz Jordania, los alumnos cantan un himno dedicado a su tierra, la que tuvieron que dejar atrás, para escapar del ISIS. Es el día de su graduación.

"Abrimos la escuela el pasado septiembre -explica el Padre Carlos- y yo pensaba que se apuntarían como mucho 60. Pero al cabo de unas semanas ya estábamos dando clase a350 niños iraquíes, los que hoy terminan el curso". Presidente de Mensajeros de la Paz Jordania, el Padre Carlos-Khalil Jaar es un sacerdote diocesano que coincidió con el Padre Ángel en un aeropuerto. Desde ese día, hace unos 20 años, el cura nacido en Belén y el fundador de Mensajeros de la Paz intercambian amistad y confianza en los proyectos solidaros del otro.

"Los niños que vienen a la escuela son los que viven con sus familias en los más de 600 apartamentos que paga Mensajeros, porquepara mí la educación es lo más importante" dice el 'abuna' (padre), como aquí le llaman. De hecho, sólo si ellos van a clase sus familiares reciben el cupón de la organización que les permite ir al supermercado dos veces al mes. "No quiero que se queden parados, estancados en sus necesidades. Quiero que luchen y se ocupen de su propio desarrollo. Y que lo hagan con la máxima dignidad".

El objetivo no es otro que ése: la normalización. Los padres van a la compra, escogen los productos y vuelven con las bolsas; no es la ONG la que les da directamente, en la mano, la cesta de alimentos. Y lo mismo con los más pequeños: el Padre Carlos recibió en Navidad toneladas de cajas de juguetes enviadas por Mensajeros desde España, pero decidió dárselos con el diploma, el día de la graduación. No antes de la fiesta del esfuerzo.

Y esa tarde los niños, contentos y encantadores, cantan, bailan, recuerdan Irak, reciben diploma y muñeca o coche y un sobre con 50 dólares. Y lanzan globos desde el patio al cielo, en presencia de monseñor Roberto Cona, el secretario de la Nunciatura de Amán. Todo lo que se podría esperar, desde la certeza de lo universal, de una graduación en cualquier colegio.

Sin embargo, la escuela del Padre Carlos es especial. Una escuela de refugiados para refugiados. Porque las profesoras son las propias iraquíes, gente con estudios y experiencia que vio un día que quedarse en el país donde desarrollarían su carrera, donde habían hecho su experiencia, se convertiría en una apuesta diaria de vida o muerte. En muchos casos, simplemente por ser cristianos, descendientes del apóstol Tomás, que hablan arameo, la lengua de Jesús de Nazaret.

Les llaman 'nazarenos' no sólo por ser seguidores de Jesús de Nazaret, sino también porque con la letra 'nun', la n árabe de nazareno, el ISIS los marca y los expulsa. Muchos proceden de la ciudad iraquí de Mosul, donde antes había una comunidad floreciente y hoy ya no quedan cristianos. Una vez que conquistó la ciudad, el ISIS marcó sus casas con la letra 'nun' y les dio a sus moradores cuatro opciones: renegar de su fe y convertirse al Islam, permanecer y pagar un impuesto cuantioso de cien dólares por persona al mes, huir indocumentados y con lo puesto, o quedarse y morir.

Y huyeron, dejándolo todo atrás. De Mosul a Erbil y del Kurdistán iraquí a Aman. Con un número de teléfono en el bolsillo, que se pasan de unos a otros: el del Padre Carlos. Así llegan por decenas al 'puerto' de la parroquia Mater Ecclesiae y enseguida se comprometen con el proyecto del 'abuna' Carlos de una escuela en medio de una parroquia católica. Para seguir educando, para seguir ofreciendo futuro a los niños. Para no volverse locos.

"Por cierto, yo también soy un refugiado -confiesa el Padre Carlos- y tuve que huir de Palestina a a Honduras con mis papás, cuando era un crio". A pesar de su propia experiencia vital o quizás por ella, evita hablar de refugiados. Siempre se refiere a ellos como "la comunidad". Y es que, para encontrarnos sin máscaras, hay que empezar por normalizar las palabras. Qué más da si cristianos o musulmanes. Qué más da si iraquíes o sirios o afganos. "Son mis estudiantes. Son mi familia", dice orgulloso el cura.

Porque su parroquia, en el barrio de Marka, uno de los más humildes de Aman, no es sólo la escuela de 300 desplazados: sigue siendo la casa de cuatro familias. "Lo primero que hice, cuando empezaron a llegar a Jordania, fue acogerles en mi casa, en mi iglesia. Hemos llegado a ser doce familias. Algunas, por fortuna, ya se han ido, porque les hemos conseguido papeles de asilo en Canadá o Australia".

En las habitaciones de las cuatro familias que aún conviven con el Padre Carlos, se comprueba que, aún teniendo todo lo digno, les queda mucho que ascender para salir de lo básico. "Lo ideal es conseguir su independencia, cubriéndoles los gastos en un apartamento". Y explica que, de las 600 familias de los apartamentos de Mensajeros, 200 ya están "apadrinadas": familias de Estados Unidos y otros lugares se ocupan de su manutención. "El gobierno no nos da nada. Yo sólo tengo lo que me manda de Mensajeros, que no es poco", cuenta el sacerdote.

La realidad fue la primera barrera que su proyecto encontró. Y sin embargo, perfilando su sensibilidad hacia todo lo positivo, el sacerdote ha ido consiguiendo financiación y ha ido ampliando los servicios de su parroquia para refugiados. Acompañándolos y queriéndolo a todos: a los niños y a los viejos. Porque los niños se han graduado, y sus abuelos les han aplaudido, asombrados, orgullosos y agradecidos.

El señor Ibrahim

El Padre Carlos ha creado un "coffee shop" para los mayores: un bar en una sala de la iglesia, a los pies del campanario, donde tomarse un café, unos snacks, y echar la partida. Un grupo juega al dominó. A paso arrastrado se acerca, dispuesto a unirse, el que parece el más anciano. "Cree que nació en 1931, pero que no se acuerda", explica el cura. Y el anciano mira y habla en una lengua que suena misteriosa y antigua. "No le entiendo ni yo -indica el Padre Carlos-, habla en arameo".

El sacerdote, que domina siete idiomas, le entiende lo suficiente como para traducir que se llama Ibrahim Tuga y que ha perdido a toda su familia a manos del ISIS. A su mujer y a sus cuatro hijos. Que sólo le quedan dos nietos, y porque él mismo los cogió y se los llevó de la guerra. El Padre Carlos le abraza y le besa en las mejillas, y yo me pregunto cómo usa la ternura, cómo la encuentra. Cómo es capaz de conectar con lo mejor de cada uno, y de sí mismo, ante un sufrimiento tan tremendo y tan ardiente. Como el olor diario de las especias en Jordania.

La mirada de Ibrahim, y todo lo que revela, hace recordar el título de aquella película, 'El señor Ibrahim y las flores del Corán', que me enseñó lo que Mahoma decía de la esperanza, de la paz y de la oración. La que hablaba de lo que el Corán tiene de enseñanza de la bondad de cada vida humana. El hombre sigue nombrando a Dios, mientras deja tirado a su semejante, le hace la guerra o le niega el refugio. Ése no es el dios de Ibrahim.

Pero el Padre Carlos no demuestra rabia. Simplemente, vuelve a abrazar a Ibrahim y le deja en la mesa de fuera, descansando de sus recuerdos, a la sombra de un árbol y un campanario con su gorro y esos ojos azules. Quizá todavía haya jóvenes para descubrir la esperanza de volver a vivir.

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